Publicado: sábado, 28 de septiembre de 2013
La poeta y narradora colombiana Piedad Bonnett recibió el Premio Casa de América de Poesía el pasado 13 de mayo de 2011, un día antes de que su hijo se tirara por la venta. Dos años después, la autora convirtió ese dolor por el suicidio en un conmovedor y lúdico relato.
"Lo que no tiene nombre" es el nombre de este libro, publicado por Alfaguara, que en Colombia lleva meses en las listas de los libros más vendidos. Un texto que es toda una reflexión sobre el suicidio, la enfermedad mental que padeció su hijo, así como sus crisis, la incompetencia médica y la intrahistoria que padeció su familia, según informa Carmen Carmen Sigüenza para la agencia Efe.
"Hurgo mis sentimientos/ estoy viva", estos versos de la peruana Blanca Varela abren este relato, que muestra cómo, también en otras ocasiones y con escritores que también perdieron a sus hijos abruptamente como Francisco Umbral, Joan Didion, Carlos Fuentes o Sergio del Molino, la palabra sana, cura y, a la vez, muestra y enseña.
"La palabra en mi vida es como una forma de compensación. En cuanto tengo un disgusto en mi vida, lo primero que hago es sentarme a escribir para convertirlo rápidamente en símbolo, en metáfora de algo significativo y liberador", explica a Carmen Siguenza Piedad Bonnett (Amalfi, Antioquia, 1951).
Así, con contención, con mesura, sin gritos, ni sentimentalismo, Bonnett plasma en este libro su grito mudo, su duelo y la vida de Daniel, "para entregársela a los demás, para que lo lea la gente, los que le conocían y los que no y para reflexionar sobre los fallos de la sociedad. Los fallos del sistema en torno a un ser humano", subraya Bonnett.
Y es que en "Lo que no tiene nombre", la escritora comienza con la llegada, junto a su marido y sus dos hijas, al apartamento de su hijo desde el que se tiró por la ventana, en Nueva York, donde vivía temporalmente, porque, aún siendo artista, quiso hacer un máster en la Universidad de Columbia. A partir de ese punto, la autora de "Nadie en casa" tira del hilo y describe cómo su hijo en diez años tuvo cuatro grandes crisis psíquicas, cómo fallaron algunos psiquiatras en su diagnostico. Y también de qué manera, al dejar su medicina alentado por una psicóloga de Nueva York, cae al vacío; cómo otra medicina que le recetaron en Colombia contra el acné brutal que le salió fue "el detonante" de otro brote y cómo un sinfín de malas decisiones le condujeron a su destino fatal. "Este libro es como una oruga que de pronto se abre y deja salir la mariposa. La oruga cerrada es mi hijo, y el libro es su mariposa", aclara esta mujer, que ha medido milimétricamente "no hacer el ridículo".
El relato es la expresión de un dolor que no acaba nunca, y sus primeras páginas le brotaron a la autora tras el viaje que hizo junto a su marido a la Toscana, a los pocos días de la muerte del hijo, apremiados por la necesidad de ver arte y belleza. "El arte nos seguía uniendo a Daniel -dice-, y durante estos trayectos leí muchos libros, muchos ensayos sobre el suicidio y la muerte, y uno especial que me conmovió, 'El dios salvaje', de Alfred Álvarez. Ese acercamiento desde la intelectualidad me ayudó, porque enseguida me empezaron a brotar ideas y recuerdos sobre mi hijo. Y a la vuelta me puse a escribir", sentencia. "Lo que no tiene nombre" le ha ayudado a Bonnett a mitigar el dolor y a hacer las paces con muchas cosas. "Me he reconciliado con casi todo -continúa-. Solo sentí furia con los médicos por sus fallos. Ahora me han invitado para que dé una charla sobre el duelo en un congreso nacional de psiquiatría en Colombia, pero ya me encargaré de hablar sobre los fallos en la psiquiatría", concluye esta poeta.
Además, Bonnett está viendo cómo este libro está ayudando a mucha gente "a la hora de hablar sin tapujos sobre dos temas tabú: la enfermedad mental y el suicidio".
Por su parte, Glenda Vergara, crírtica en el diario El Universal explicaba así la lectura del libro:
“Con un ritmo que no decae, Bonnett nos va involucrando en una intima experiencia familiar, desde cuando Daniel enferma hasta que se lanza al vacío desde la azotea del edificio donde reside en New York. Pero así de cruda no es la historia; tampoco es melodramática ni sensiblera. Al contrario; basta comenzar a leer para notar que en su tono de intimidad no hay un solo asomo de pretensión exhibicionista sino que es la confidencia más decente que una madre puede hacer de la patología mental de su amado hijo y del itinerario de los tratamientos ordenados en los muchos consultorios psiquiátricos.
“Lo que no tiene nombre” confirma la sospecha de que el suicidio no es morir simplemente. Debe ser el infierno, se piensa al llegar a su última página. No ese infierno surgido de los presagios de las religiones o el que, según estas, nos aguarda a los pecadores de esta tierra. Basta asomarse a la historia del inolvidable Daniel para comprender su inocencia frente una tortura involuntaria.
Su propia madre intenta descifrar en su libro las claves: “Siento, por un instante, que profanamos con nuestra presencia un espacio íntimo, ajeno; pero también, atrozmente, que estamos en un escenario. Me pregunto qué sucedió aquí en los últimos veinte minutos de vida de Daniel. ¿Acaso sostuvo consigo mismo un último diálogo ansioso, desesperado, dolorido? ¿O tal vez su lucidez fue oscurecida por un ejército de sombras?” No hay lector inconmovible frente a esta historia de la vida real, contada por una escritora no silenciada por el dolor de madre.“Es triste lo que este libro despierta, pero no puede ser de otro modo”. Me escribe la escritora desde Boston. “La vida esta llena de penas, Glenda, y nos exige mucho...”
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