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Revista Adiós

El Museo Maillol de París muestra el interior de la Tumba del Navío, de Tarquinia

Publicado: miércoles, 18 de septiembre de 2013


 
El arte, las festividades y la vida cotidiana de los etruscos, ese pueblo misterioso que vivió en Italia del siglo IX al I a.C., cuyos sabios leían el futuro en el hígado de un cordero, revive a partir de hoy en el Museo Maillol de París.
La muestra resume ocho siglos de historia, hasta que la península italiana quedó enteramente bajo la dominación del imperio romano, gracias a una selección de más de 250 obras. Sus comisarias, Anna Maria Moretti Sgubini y Francesca Boitani, subrayaron el objetivo primero de querer paliar la imagen funeraria que se suele tener del pueblo etrusco, en parte debido los importantes hallazgos de tumbas realizados en el siglo XIX.
 De ahí el título del evento, "Étrusques. Un Hymne à la vie", dedicado a ese pueblo alegre, cosmopolita, "extremadamente poroso y receptor de emigración", que absorbía con facilidad a miembros de comunidades fenicias, griegas, cartagineses e iberas, comentaron. Para abrazar el panorama general de esta cultura, en el tiempo y en el espacio, en su territorio, el centro de Italia, Toscana, Lacio y Umbría, se tomó como hilo conductor la arquitectura, un arte poco conocido hasta los descubrimientos de la segunda mitad del siglo XX, al utilizar elementos de construcción perecederos.
La exposición no quiere resaltar ni la misteriosa escritura, ni el también misterioso origen de ese pueblo que no es indoeuropeo, pero que al menos desde el siglo X a.C. y, "antes sin duda, desde la Edad del Bronce", está instalado en Italia, consideraron. El deseo de "desempolvar la imagen funeraria que se tienen de los etruscos" no impide que haya muchos objetos procedentes de tumbas etruscas, dijo a Efe el arqueólogo Vincent Jolivet, miembro de su comité científico. De hecho, hasta el 9 de febrero podrá contemplarse en París el interior de la Tumba del Navío, de Tarquinia, con sus muros centrales adornados por un inmenso banquete, en el que generaciones de etruscos festejan alegremente durante la eternidad.
La muestra "opera una inversión de perspectiva" e intenta mostrar que la dimensión principal de los etruscos "no es lo que hacían en sus tumbas" que pese a su importancia "es solo un pálido reflejo de lo que era su vida cotidiana", sino que "la tumba era una prolongación de su existencia cotidiana", subrayó Jolivet.
Para gozar de ese más allá había que haber hecho antes "lo que había que hacer", que para la elite etrusca era "reproducir la familia", prolongar lo logrado y proyectarse en el futuro. De ahí que el etrusco sea probablemente el único pueblo mediterráneo de la época que trataba con idéntica dignidad al hombre y la mujer, "algo que siempre disgustó mucho a griegos y romanos, en particular a los griegos, que llegaron antes a Etruria", y en cuyos banquetes solo había hombres, recordó el arqueólogo.
Con algunas piezas de marcado erotismo, el Museo Maillol refleja ciertas críticas de la antigua Grecia contra esos "bárbaros" y promiscuos etruscos, ligados a "horribles actos sexuales durante y después de sus banquetes", en orgías en las que las mujeres se acoplaban incluso con los esclavos, comentó el científico. Precisó, al respeto, que en realidad no había "esclavos", sino "dependientes" y que se desconoce cuál era la relación que mantenían con la elite, pues "no hay textos" sobre el tema.
La gran cuestión en Etruria, añadió, "era la reproducción de una clase aristocrática a lo largo de los siglos, que para los etruscos no eran siglos de cien años", sino que estaban determinados por la aparición de cierto número de prodigios, como relámpagos extraños, el nacimiento de corderos con ocho patas y otras cosas curiosas. "Era un pueblo muy religioso, que interpretaba los signos que se producían" por todas partes, y los curas etruscos, miembros de grandes familias aristócratas, aprendían de niños la religión y el arte de examinar hígados de cordero.
Disciplina extremadamente compleja y certera, reflejada por algunas de las esculturas expuestas en París, que atribuía a cada parte del hígado una divinidad, que según sus formas, manchas y atributos podía decir algo favorable o desfavorable, explicó.

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