29 de abril de 2022
Ginés García Agüera
Recuerdos, ensoñación, vidas marcadas, momentos en la existencia de un espectador aposentado en una butaca de un cinematógrafo, un teatro, o una sala de estar. Esas pinceladas se retratan en la memoria de cada cual, porque cada cual, cuando se trata de grandes creadores, tiene su propia inmersión en la evocación, su personal relleno en la faltriquera del recuerdo. El actor Juan Diego ha dejado un trabajo tan inabarcable como su propio genio de actor de raza. Inabarcable, y no sólo por la cantidad innumerable de entregas en los escenarios de su oficio, sino inasequible porque es imposible retratar en pocas líneas un relámpago como el de este cómico sevillano, recién fallecido víctima de una afección pulmonar a los setenta y nueve años de edad.
Es entonces cuando cada uno, como cada cual, elabora el listado que le dicta el capricho de la memoria, y probablemente, los olvidos imperdonables, las fugas y desgastes del recuerdo. Pero así es la vida, como la muerte. Ambas nos dan, o quitan de en medio, un sueño, un instante de felicidad, una desolación, un relámpago. Porque como un relámpago, como un recuerdo asaltante, en calidad de espectador, son las apariciones de este intérprete que hoy, paradójicamente, se convierte en inmortal, justo durante las horas en las que va a protagonizar su último papel en la capilla ardiente del Teatro Español de Madrid. Como un relámpago, como una luz que, de pronto, irrumpe cargado de oficio actoral, de voz gastada, de rictus amargo, de ojos oscuros, de presencia imponente.
En uno de sus últimos trabajos “No sé decir adiós”, de Lino Escalera, Juan Diego interpretaba a José Luis un profesor de auto escuela que muere mientras su hija anda pidiendo que le arreglen la televisión de la habitación del hospital en la que está ingresado su padre. Y en uno de sus papeles más recordados, el del señorito Iván de “Los santos inocentes”, también muere, en esta ocasión, ahorcado por la soga vengativa de Azarías. Nunca tuviste que disparar a la desvalida “milana bonita”. Allá por los setenta, en el Teatro Bellas Artes de Madrid, Juan Diego se metía en la figura de Mariano José de Larra, y se pegaba un tiro en la cabeza mientras se miraba al espejo, y descomponía una amarga máscara histórica, con un texto de Antonio Buero Vallejo. Muertes de una vida de actor total. O vidas asaltadas por la puesta en escena de la muerte.
El palmero alcoholizado e incapaz de asumir paternidades en “Fugitivas”, de Miguel Hermoso, el borracho contable armado de pistola y razones en la nocturnidad de “El viaje a ninguna parte”, de Fernando Fernán-Gómez, la locura de Puerto Hurraco, al lado de una escopeta y de José Luis Gómez, en “El séptimo día”, de Carlos Saura… “yo no soy roja, el rojo es usted, señorito”, le interponía la criada María Massip a Juan Diego en “Colorín Colorado”, de su gran amigo José Luis García Sánchez, con quien trabajaría muchas veces: “Pasodoble”, “La noche más larga”, “María querida” y “Tirano Banderas”. Fue Francisco Franco en “Dragón Rapide”, de Jaime Camino, San Juan de la Cruz en “La noche oscura”, de Carlos Saura, el “Padre Coraje” de Benito Zambrano y el general Armada en “23-F: la película”, de Chema de la Peña. Y más, y más, y más…
Juan Diego. Era un actor, un trabajador que se ganaba la vida como cómico. Estaba dotado de un talento endiablado. Era como un relámpago. Hasta siempre.
Falleció en Madrid ayer, jueves, a los 79 años.