LAS CENIZAS DE DON BARTOLO / Álvaro Graíño
Nada más levantarse, lo primero que hace Bartolomé Retuerta Gálvez -en el barrio don Bartolo, que así se le llamará en lo sucesivo- es limpiar amorosamente el leve polvo que la noche ha depositado en la urna que guarda las cenizas de su amado tío don Francisco Retuerta, hombre liberal cuyo cinéreo residuo descansa en un historiado recipiente de forma piramidal que, en su día, le costó una fortunita a don Bartolo. Luego, le pone “A las barricadas” al compañero Germinal, riega a Vanessa y dedica una pasada de gamuza a las otras urnas de menor entidad afectiva, pero no por ello menos dignas de respeto.
La verdad es que don Bartolo es un sentimental. Pequeñito, dulce y más que cincuentón, don Bartolo ha conseguido reunir en su modesto pisito -herencia del inolvidable Francisco Retuerta- una nada desdeñable colección de urnas funerarias, bien repletitas de su correspondiente contenido, a las que todas las mañanas limpia y pasa revista como madre que cuidara su prole. ¡Ay, aquellos hijos que nunca se atrevió a tener don Bartolo! En fin…
Hay que reconocer que si no hubiera sido por su tío Francisco, don Bartolo no hubiera caído en tan extravagante afición (bueno, para él es más bien caridad y devoción). De hecho, cuando murió su tío, al abrirse las disposiciones testamentarias se especificaba claramente que, además de legar el piso y unos durillos a su abnegado sobrino, soltero, el pobre, y sin hijos -“hombre inteligente como yo”, le gustaba proclamar al señor Francisco-, éste debería esparcir sus cenizas en la Casa de Campo. Al fin y al cabo, el liberalote de Retuerta era de los que siempre decían esas cosas de “La tierra retorna a la tierra”, “Toda tierra es sagrada” y otras estupendeces de corte laico. Además, tenía un especial cariño a la madrileña Casa de Campo “por ser una de las primeras conquistas sociales del Pueblo Soberano (así, con mayúsculas) que arrebató su goce a la decadente Casa de los Borbones, etc. etc.”, aunque algunas lenguas trífidas sostenían que su elección se debía, más bien, a una suerte de homenaje a las dispensadoras de carne mercenaria que infestaban las florestas allá por los últimos años del señor Retuerta.
De cualquier forma, a su sobrino don Bartolo le dio grima aquello de esparcir -tirar, decía él- tan nobles e ilustrados restos. En consecuencia, en un gesto de valentía moral decidió quedarse las cenizas y dedicar sus días a su amoroso cuidado. Instaló la urna en su mesilla de noche, e incluso la enseñaba a algunos íntimos -vecinas y proveedores, que don Bartolo es modesto hasta en sus relaciones sociales- mientras hacía el panegírico del finado: “¡Ay, doña Victoria! -o Vladimiro (el butanero)- qué hombre tan inteligente y tan bueno…”.
Y así dio comienzo lo que sería su satisfacción y fuente de fama local. La segunda urna se la proporcionó la citada doña Victoria, más exactamente Victoria Eugenia Fernández Horihuela, viuda de Hontanares, notable costurera ‘free-lance’, oficio que adoptó a la muerte de su esposo don Rosendo Hontanares, del comercio, y amadísimo cónyuge cuyos negocios se llevó la trampa -y alguna amazona de los aledaños de Ballesta- sin por ello mermarse el cariño de la admirable doña Victoria.
La dolorida viuda escogió la incineración, que los precios mandan, y a semejanza de don Bartolo con su tío, andaba a vueltas con la urna y sus contenidos. Le daba así como cosa lo de andar esparciendo cenizas -“Ay, que lo mismo me ponen una multa”- y además era como tirar por ahí los restos del amado. Lo de los columbarios estaba bien, pero la pobreza dicta prudencias y, por otro lado, tener las cenizas en la propia casa le producía un reparo indefinible, pero sólido. Y entonces se le ocurrió la solución: “Hombre, don Bartolo -le suspiró en una visita- usted que ya tiene en casa a su tío y está acostumbrado… ¿no le importaría guardarme a don Rosendo? Además, como él y su pobre tío eran amigos, pues nada, es como si siguieran juntos…”. Y las cenizas de don Rosendo se instalaron muy decorosamente en un anaquel de la casa de don Bartolo, convenientemente encuadradas por los tomos del Espasa. A partir de aquel momento, fue como si el Ángel de la Piedad hubiera descansado su mano sobre la oronda calva de don Bartolo. ¿Cuántas pobres gentes no tendrían el problema de doña Victoria? Y él ¿qué había hecho por los demás en su vida?, reflexionaba filantrópico. Así que don Bartolo se convirtió en una figura habitual del crematorio del madrileño cementerio de La Almudena. Asistía discretísimo a las ceremonias, daba pésames y, en su momento, cuando los empleados entregaban las urnas a los deudos, que las solían recibir con expresión ambigua -“¿Cómo era posible que el tío Ricardo cupiera en ese bote, si estaba tan gordo?”- se acercaba y exponía su propuesta: “Miren ustedes, si han decidido esparcir las cenizas… ¿no preferirían que yo se las guardara en casa? Así estarían perfectamente cuidadas y ustedes no tendrían que preocuparse, y si quisieran podrían llamarme y venir a visitarlas. A mí no me importa, como estoy tan solo, así también me harían un poco de compañía…”.
La divinidad que protege la inocencia evitó siempre que le partieran la cara a don Bartolo. Tan sólo recibió algunos iracundos “¡Pero este tío está loco!” y su amabilidad y dulzura lograron incluso, con el paso del tiempo, que hasta los empleados del servicio -puestos al corriente de sus honestas pretensiones- fueran garantes de la voluntad benefactora del bondadoso don Bartolo. Sus dotes persuasivas y, por qué no decirlo, lo útil de la propuesta, lograron además que algunos pragmáticos le cedieran recipiente y contenidos: “Que sí, Maruja, ¿qué íbamos a hacer con tu primo…? Si aquí dicen que este señor es una persona decente. Y, además, mira, bien barato que nos sale. Hale, hale, téngalas y cuídelas bien ¿eh?”.
Por esta vía consiguió una de las piezas más respetables de su cinerario (“cenicero”, llegaba a pensar don Bartolo, arrepintiéndose enseguida de la irreverencia): Germinal Pérez, el anarquista. Siempre que limpia su urna a los sones de “A las barricadas”, recuerda el tenso episodio que finalizó con la entrega en su propia casa de aquella urna que ahora adorna una pegatina rojinegra comprada junto con la cinta del himno en el mismo puesto del Rastro madrileño. “Si le gustaban esas cosas…”, se dice conmovido don Bartolo.
La verdad es que allí sí que planeó la sombra del guantazo sobre las finas mejillas de don Bartolo. Todavía lo recuerda nítidamente: una ceremonia de cremación integrada por un grupo de barbudos de más que mediana edad, dos mozalbetes melenudos pasándose uno de esos cigarrillos que huelen tan raro y que le gustan tanto al Yoni (su sobrino lejano y único heredero), discursos de contenido feroz y una mujer -la viuda- de rostro sombrío que parecía aguantar todo aquello, más que con duelo, con rabia contenida. Al final, cuando habían terminado de cantar desafinadamente el himno -“¡A las barricadas, a las barricadas…!”- don Bartolo se acercó al que parecía dirigir el cotarro, el más barbudo, y con su mejor sonrisa le hizo la propuesta habitual, explicándole: “Yo se lo propongo a usted, porque como parece el jefe…”. Cuando don Bartolo se acuerda, aún se estremece. La respuesta del barbudo fue vociferar: “¡Compañeros, un cochino burgués quiere cachondearse del compañero Germinal!”, exponiendo a continuación una retahíla de virtudes del supuesto ofendido, entre las que se contaban las de panfletario, nudista y militante vegetariano, rematando despectivo: “¡Y, además, burgués, entérate bien: entre nosotros no hay jefes, sino sólo responsables!”.
Y allí intervino la viuda. “¡Qué mujer!”, suspira don Bartolo siempre que rememora el lance. Se arrancó derechita al vociferante y agarrándole de las solapas le espetó: “¡Oye tú, so… responsable, estoy hasta el moño de vuestras majaderías y más hasta el moño del cretino ese que al fin se ha muerto! Si el tipejo este quiere las cenizas, yo se las regalo, que vosotros seríais capaces de tirarlas en el Peñalara y encima hacerme subir en pelotas. O sea, buen hombre, que dígame dónde se las mando y hasta luego, Lucas, que yo voy a apuntarme al pepé… ¡treinta años, Dios, treinta años comiendo lechugas!”. Dos días más tarde un mensajero entregaba la urna a don Bartolo, acompañada de una escueta nota: “Que le aprovechen”.
Don Bartolo devuelve la urna bien abrillantada a su lugar, mientras, a la par que se apagan los sones del himno libertario, detiene el radiocassette. Y, como todas las mañanas, le llega el turno a Vanessa, a Vanessita, como el siempre la llamaba en vida, y su geranio. ¡Cómo le gustaban las plantas a Vanessita! Por eso don Bartolo tuvo el entrañable detalle de convertir su urna en maceta, mezclando con tierra las cenizas y plantando en ella un suntuoso geranio que todas las mañanas riega con primor.
Lo de la Vanessita le trae siempre recuerdos agridulces. “¡Ay, qué niña tan espigada y tan guapa! Mira que morirse de la anorexia esa…”. Y don Bartolo se recrea en la memoria de la muchacha, como en la de la imprecisa hija que nunca pudo, o no quiso, miedoso al fin, tener. Cuántas veces, al encontrarla en la escalera, don Bartolo le decía cariñoso: “Pero Vanessita, hija, que tienes que comer más, que estás creciendo…”. Y la niña esbozaba una sonrisa crispada y subía corriendo a vomitar… Don Bartolo meneaba preocupado la cabeza y cada vez que veía a su madre siempre le insistía: “Hay qué ver, doña Lola, tiene usted que hacer que la Vanessita coma más, que con lo guapa que es y se nos está quedando en nada…”. Y doña Lola a desesperarse: “Que sí, don Bartolo, que sí, pero es que como la niña quiere ser modelo está todo el día a régimen, y mira que se lo digo…”. “Sí, sí, a régimen…” murmura don Bartolo y alisa cariñosamente la tierra del recipiente.
Menos mal que la madre tuvo el detalle de subirle la urna sin que él se la pidiera. “¡Ay! Que como usted la quería tanto y a mí me da pena echarla en el campo, como quiere mi marido, ¿por qué no se la queda usted que ya tiene varias y así es casi como si estuviera en casa…? Porque yo la tendría en el piso, pero mi marido no quiere ni hablar del tema, y además están los otros niños…”. Al principio venía a verla todos los días, luego una vez a la semana y luego se mudaron a una casa en la sierra.
Y don Bartolo se quedó con Vanessa, con Vanessita. Y mientras la cuida a ella y a las otras urnas, don Bartolo se pone muy triste porque ya empieza a estar viejo ¿y qué será de ellas cuando él falte? Está el sobrino que heredará su piso, pero no se fía de él ni un pelo, siempre fumando esos pitillos que huelen tan raro. La verdad es que sus propias cenizas no le importan nada, pero le entra una congoja infinita al temer por el destino de su tío Francisco, de su vecino don Rosendo, del anarconaturista Germinal y, sobre todo, de Vanessita. ¿Quién regará su geranio? Y las otras urnas anónimas también le merecen un pensamiento ¡Quién sabe si nadie se ocupó de ellos en vida! Don Bartolo acaricia las hojas del geranio y reprime un sollozo. ¡Si el sobrino fuera agradecido…!