Publicado: miércoles, 26 de mayo de 2004
PEDRO EL MORTAJAS / Andrés Cárdenas Muñóz
Estoy sentado en el escalón de la puerta de mi casa cuando llega Pedro. Debo tener siete u ocho años.
–Anda, vente conmigo, que hay un muerto en la calle Frentona.
Y yo me voy con él aunque mi madre me ha dicho que no lo haga porque no está bien que los niños se relacionen tan temprano con la muerte.
Pedro es el ayudante de mi padre.
Mi padre, que en paz descanse, era funerario. Pero funerario de los de antes, de los de pésame compungido y de los de llorar al tiempo de los dolientes si la ocasión y el difunto lo requerían. No odiaba su profesión.
Es más, la llevaba con mucha dignidad. Tenía asumido que gracias a ella alimentaba a una familia numerosa y se sentía importante ayudando a los vecinos de Bétula en sus momentos más tristes.
–Una persona es más feliz cuanto más útil cree que es, aunque en realidad no lo sea.
Eso solía decir.
A mi padre le llamaban Jesús el de los Muertos porque iba por las calle cobrando los recibos de Santa Lucía, conocidos por el vulgo como los “recibos de los muertos”. Pero también era el que se encargaba de la burocracia para que el difunto fuera al otro mundo con sus papeles en regla. Iba a las casas de los difuntos y además de hacer su trabajo charlaba y daba ánimo a sus familiares.
–¡Qué le vamos a hacer! No somos nada. Hoy aquí y mañana no se sabe. La muerte es un derecho, no un deber. Resignación, hijos, resignación -decía siempre como un latiguillo bien aprendido.
Mi padre estaba siempre donde el infortunio mandaba, ya fueran las tres de la tarde de un incandescente día de agosto o las cinco de una fría madrugada de enero. Se presentaba en casa del extinto y comenzaba su sermón para hacerle ver a los dolientes que somos aves de paso y que de la ley natural que nos extingue nadie está exento.
–Es el destino de todos. Nada podemos hacer. La muerte tiene razones que no entiende la vida.
En toda su etapa laboral mi padre asistió a más de 2.000 entierros y sabía tanto de las formas en las que se presenta la muerte que llegó hasta dudar que sólo hubiera una o si realmente existía.
–¿Sabes? Yo que he estado en tantos entierros, me da rabia no estar presente en el mío para saber qué efecto produce. Me gustaría saber qué ocurre, sólo eso. Después de tratar tanto a la muerte ya no le tengo miedo. Más miedo le tengo al olvido. Eso me dijo un día mi padre. Pero ahora el que me ha cogido de la mano y me lleva con él es su ayudante. Se llama Pedro Fernández, pero en Bétula todo el mundo lo conoce por su mote: El Mortajas. Le llaman así porque es el que prepara a los cadáveres para que vayan decentemente arreglados a su cita con el más allá.
–Jesús, yo soy el encargado del montaje y tú el director de escena.
–¿Y el actor principal? ¿Quién es el actor principal? -preguntaba mi padre.
–¿Quién va a ser? El muerto.
Pedro El Mortajas es una persona rara, sin catalogar. No se le conoce otro vicio ni ocupación que el de estar al tanto de todo lo referente a los muertos. En Bétula unos dicen que se les da tan bien lo de amortajar porque es muy detallista, y otros creen que es porque es maricón. A mi padre le da lo mismo lo que digan. Dice que es muy trabajador y que eso es lo que importa. Pedro se declara católico pero nunca va a misa ni comulga. Sólo va a los funerales. Mi padre cree que hay personas que entienden la religión como un catálogo completo de ritos funerarios. Y que una de esas personas es Pedro. Hemos llegado al domicilio del difunto, que está en la calle Frentona. Es un hombre que se ha muerto de “algo malo” cuando estaba trabajando en el campo. Cuando entramos hay mucha gente que va y viene por el pasillo. Al lado de la cama del muerto hay varias mujeres. Dos de ellas están vestidas de negro y están llorando. Cuando ven a Pedro lloran más fuerte. Se acercan a él y lo abrazan.
–¡Ay Pedro qué lastima de mi padre!
–¡Ay Pedro que lástima de mi marido!
Pedro le dice que lo siente mucho pero que ahora hay que pensar en preparar el entierro. Lo primero que ordena es cambiar al muerto a la habitación que está más cerca de la calle porque es la mejor para el velatorio. Las mujeres dejan de llorar y dicen que sí, que lo que él diga. Antes dice que hay que quitar los muebles y las cortinas porque son de colores. También pide que se lleven los visillos blancos. Luego desenchufa la radio y retira las macetas de geranios y de margaritas. Las aspidistras y los helechos los deja porque dice que acompañan muy bien a los muertos. Después le echa un trapo negro sobre la jaula del canario. Yo le pregunto por qué hace eso.
–Es para que no cante. ¿Te imaginas el muerto de cuerpo presente y el canario cantando?
Entonces llegan los de las pompas fúnebres que ha enviado mi padre. Traen el ataúd. Cuando la mujer y la hija del difunto ven el féretro comienzan a gritar.
–¡Ay que lástima de mi padre!
–¡Ay que lástima de mi marido!
Pero Pedro no hace caso a los gritos. Está acostumbrado. Él dice dónde se tiene que poner el ataúd. Y dónde el crucifijo y las flores de trapo de color violeta. Y los candelabros, que son cuatro, uno para cada esquina.
Después Pedro se acerca a la cama donde está el muerto y dice que hay que amortajarlo.
–A ver, que alguien me ayude porque yo solo no puedo -dice Pedro.
Pero nadie le hace caso. Todos se hacen los remolones y se pierden entre otros menesteres. Nadie quiere tocar el muerto. Pedro se desespera.
–Pero, bueno, qué pasa... Si de los muertos no hay que tener miedo, hay que tenerlo de los vivos.
Y entonces viene la hija que se llama Manuela y que ya ha dejado de gritar.
–Yo te ayudo, Pedro.
–Eso está bien. Por lo pronto dime la ropa que le vamos a poner.
–Le ponemos el traje que se ponía para las bodas, que es de franela y estará muy calentito el pobre.
–¡Pero qué bestia eres Manuela! Ese traje me puede servir a mí. Está nuevo y para que se lo coman los gusanos que lo disfruten los cristianos.
Eso dice un hombre obeso que debe ser el marido de Manuela.
–Esa chaqueta a ti no te entra ni en el dedo gordo.
–Pero el pantalón me lo puedo poner para ir al campo.
–Está bien. Como quieras. Pues le ponemos el otro de tergal. El de los veranos.
–Ese es muy claro, mujer.
Entonces interviene Pedro.
–Yo no es por meterme en donde no me importa, pero a mi padre lo enterramos con un pantalón de pana, una camisa de hilo y una corbata negra. Así quedan muy bien.
–Lo que tú digas, Pedro.
Luego manda al gordo a que le traiga agua, jabón, la navaja y la brocha de afeitar.
–Los muertos, aunque estén muertos, tienen que estar presentables.
Eso me dice a mí, que estoy mirando apoyado en el marco de la puerta.
El marido de Manuela se interesa por mi presencia en la casa cuando viene con los arreos de afeitar.
–¿Y este niño?
Pedro le dice que soy el hijo de Jesús. El gordo me pregunta si es que estoy aprendiendo el oficio. Yo no sé qué contestarle y me callo. Me cae muy mal ese hombre porque no ha permitido que le pongan el traje de las bodas al muerto.
Pedro viste al difunto con mucha predisposición y pericia, como si el muerto fuera suyo y de nadie más. Le enjabona la cara y después le afeita con la navaja. Cuando termina dice:
–¿Ves? ¡Anda que ahora no está bien!
Luego tiene que preparar la intendencia para el velatorio. El café, el caldo de pollo para la madrugada y algunas pastas o magdalenas.
–Si tenéis mantecados de la última Navidad también los traéis, que luego, a las cinco de la madrugada, todo entra.
Después hay que llamar a las rezadoras y a las plañideras. Pedro dice que conoce a Salvadora y Sampedro, que pertenecen a la Cofradía del Descanso Eterno y que rezan muy bien el rosario. Salvadora es la que dice los misterios y Sampedro el “ruega por nosotros” con el que arrastra a la concurrencia. Pedro dice después que también hay que llamar a las plañideras. Yo no sé lo que son las plañideras y se lo pregunto. Me explica que son las que lloran en los entierros de otros a cambio de una remuneración porque las necesidades son muchas y Dios ha hecho el llanto gratis. Según Pedro las mejores plañideras y las más baratas se llaman Petra y Lucía. Lloran por cinco perras gordas, o por un kilo de tomates, o por un litro de aceite. Después me dice en secreto que su preferida es Petra la Francesa, que tiene ese mote porque hace muchos años emigró a Francia, en busca de futuro, que es lo que muchos hacían en Bétula cuando en las despensas moraban las arañas y en las familias había más hijos que los debidos. Pedro se acerca a mí y me dice al oído:
–A Petra no se le nota nada que llora de mentirijilla. Mira si lo hace bien que muchos forasteros de los que entran a dar el pésame la confunden con el familiar más allegado del difunto.
Yo estoy deseando que llegue Petra para conocerla.
Petra no tarda en llegar. Viene con dos niñas pequeñas que deben ser sus hijas. Una es muy rubia y la otra tiene el pelo del color de las mazorcas de maíz y muchas pecas en la cara. Petra se las presenta a los dolientes.
–Estas son mis hijas. Esta es Luisa y esta Emilia.
Emilia, la de las pecas, tiene más o menos mi edad. Me mira fijamente y me pregunta si me toca algo el muerto. Le contesto que no, que yo estoy allí con Pedro. Dice que ella también llora en los entierros y que su madre le está enseñando el oficio. Yo le pregunto si le gusta y ella me dice que está practicando porque cuando sea mayor quiere ser actriz de cine. La madre le regaña y dice que se calle, que ha venido allí a llorar y no a hablar.
Entonces veo a Petra que se va hacia el ataúd y que se tapa los ojos con un pañuelo. Luego empieza a llorar, primero despacio y empapando el pañuelo, después con hipos y jadeos. Luisa y Emilia hacen igual que su madre. Los familiares del muerto se contagian y lloran más fuerte. No pueden permitir que unas extrañas le superen en la intensidad del llanto.
Pedro ha terminado ya y antes de irnos me dice que a Petra nadie la había superado en el diapasón de la voz. Me cuenta que un día gritó tanto que rompió los cristales de una alacena.
Algunos dijeron que había sido un aire que le había dado a los cristales, pero en el fondo todos sabíamos que habían sido los chillidos de Petra. Antes de salir por la puerta veo a Emilia que ha dejado de llorar y que me sonríe. A mí me gusta Emilia y pienso que me gustaría que llorara en mi entierro, pero que no fuera de mentirijilla. Pedro me dice en la calle que Petra le ha prometido que cuando él muera, le va a llorar gratis.