sábado, 07 de junio de 2025
Enalta
Revista Adiós

Cuento ganador del VII Concurso de Tanatocuentos

Publicado: domingo, 22 de julio de 2007

-Muerte por asfixia.
-¿El cigarro?
-No, la palabra.
Tras la respuesta del familiar, cuyo rostro no alcanzas a vislumbrar, guardas el habitual silencio bajo tu lengua. Preparas el cuerpo. Apenas habías aprendido el oficio, levantas con cuidado las extremidades amoratadas, limpiando las comisuras olvidadas por el tiempo. Había amanecido ya hacía demasiadas horas. En esta profesión, los amaneceres se confunden con las tardes. Tras dejar la escuela de diseño de modas, conseguiste empleo en esta funeraria para confeccionar trajes póstumos.
Los niños visten de niño-Dios. Algunas niñas de Santa Teresita. Los mayores llevan bordados en el pecho extensas vánitas de diversos santos. Tu especialidad, diseñar trajes antiguos y una que otra momia. La funeraria ofrece estos servicios de lujo para los cadáveres más exquisitos, para aquellos excéntricos que desean morir usando elegantes y costosos ropajes. Nada del traje de burócrata, o el esmoking, en especial para las mujeres, ya nadie quiere morir vestido de cocktail.
Generalmente en el dedo gordo del pie, atada a una liga, se asoma una larga lista de especificaciones en torno a las ocupaciones, nivel social, profesión, gustos y demás vanidades mortuorias, que desea la familia para el difunto. En el dedo del presente ausente, asoma sólo una palabra bajo su nombre: Poeta.
Recurres a tus catálogos, nunca antes habías vestido a un poeta. Es más, nunca haz visto uno, ni vivo, ni muerto. Hay que ir más allá. El internet seguramente develará importante información. Las imágenes se despliegan de inmediato. Un poeta muerto en plena post-modernidad no puede lucir como Orfeo, ni como esos ángeles evanescentes y etéreos, llenos de tules y gasas griegas, o aquellos de sombreros con plumas y terciopelos de juglares, no,  tampoco sirven.
Decides intentar con poetas vivos, comienzas a buscar biografías de éstos: hondos anteojos gastados, gabardinas oscuras, muchos de cigarro en mano escondiéndose tras el humo vacilante; hombres arrugados de gestos profusos. Barbas, muchas barbas, largas, blancas, cortas, ¡Maldita la hora, tú lo acabas de rasurar! Qué cansados lucen estos hombres, piensas. En las mujeres hay más variedad, algunas ojerosas, otras coloridas, envueltas en muchas telas, ajenas a la moda la mayoría, algunas folklóricas.
Vuelves al cadáver. Miras su rostro hundido en largas arrugas, parece que el tiempo le desgarró las carnes a jirones. Te atreves pues y le levantas un párpado. El ojo vacío, como los de todo muerto, nada especial, sin embargo te estremece la incógnita ¿cómo viste un poeta para la muerte?
Regresas el cuerpo a la gaveta, tienes algunas horas, antes de los ritos fúnebres, decides ir a dar una vuelta por esas cantinas llenas de café, repletas de estos especimenes desconocidos, además necesitas una taza cargada de cafeína para trabajar por la madrugada. Precisamente hay una frente a la funeraria. Al cruzar la calle piensas quizá en cubrirle el cuerpo con hojas de libros, o ponerle una pluma medieval de faisán en la mano. Te ríes del amplio umbral de estupidez en el que oscilan tus pensamientos y te metes en el antro donde habitan estos seres que danzan con la palabra.
Como pájaros encorvados, los poetas beben. Ancianos envueltos en telas gruesas y grises,  que se mueven despacio, como desafiando el tiempo, otros más jóvenes con rostros aún de mayor gravedad que los anteriores. Hablan de temas que no comprendes, en tesituras desconocidas, con voces pausadas y cargadas.
En una apartada mesa, observas. Si estos hombres ya se cubren de velorio ¿qué sentido tiene vestirlos para morir? Escuchas algunas frases al aire, versos supones. El mesero, mismo que acaba de recitar algunas palabras, se acerca extrañado de tu presencia, sin embargo amable te ofrece de beber café, negro, cargado. -¿Nueva por aquí señorita? -Sí,- agregas -busco cómo viste un poeta para la muerte-. El mesero esboza una sonrisa y anuncia a los demás, -he aquí alguien que busca vestirse de muerte-. Los parroquianos del pequeño café te miran, sientes hundirte en la silla, vaya, eso no era lo que quieres decir. -Ah, la muerte se paga viviendo- añade el joven de la mesa contigua al extender su mano, la estrechas mientras él dice, “Giuseppe Ungaretti”, mucho gusto, dices. -No niña, cito a Giuseppe Ungaretti.
-Ah claro, sí por supuesto.- Ante tu asombro de esos versos, diriges tu mirada al hombre, con sus ojos de suave tormento, quien te mira un poco divertido, un poco inquisidor. -¿qué buscas niña? Todos llegamos aquí por diversos azares buscando algo, no importa cuál sea la búsqueda, nos quedamos en la palabra, nos llenamos el alma de adjetivos y volvemos a vagar a las calles-.
-Debo vestir un poeta para su velorio, trabajo en la funeraria de enfrente- explicas temerosa de que otra extraña interpretación ponga palabras en tu mudez.
-Nadie se concibe así mismo como poeta, niña, las grandes coronas, las lecturas de lo escrito en vida, aquellas lágrimas de quienes pretendieron comprender un cuerpo desolado a mitad del verano, los pasos erráticos en el vilo de la razón, los amantes marchitos de dolor, nada de eso es cierto. De tanto tallar la palabra, uno termina volviéndose carpintero de versos, ajándose los ojos en las astillas que se hunden en la piel, buscando en el verbo firme la comisura del engaño. No niña, no hay vestido que cubra al que sólo puede arroparse de palabras. Deshabitado, desarrapado vaga calle abajo con un manto de adjetivos, huyendo de la inmortalidad, buscando abrazar una muerte definitiva, con la angustia de volver en sí, tras cada verso.
Se nos desprende la piel en lo inevitable del camino, a jirones se devela la blancura de estos, los huesos secos que llevamos dentro. La calavera nos saluda cada mañana, usando nuestra ropa, fumando nuestro tabaco, con esa sonrisa sin piel que nos hiela, nos fascina y termina por hacerse presente a través del rostro, con el paso de los años.
El mesero interrumpe al regresar con la bebida y al dejarla dice con voz ronca  
 -“Tan, tan, ¿quién es? ¡Es el Diablo!”-, deja la taza y se aleja hablando a versos en voz alta rumbo a la cocina: -es una espesa fatiga, un ansia de trasponer, estas lindes enemigas, este morir incesante, tenaz esta muerte viva-.
-“Muerte sin fin” de Gorostiza, dice el joven de rostro endurecido, se acerca a la mesa donde se encontraba y dejando otros papeles amarillentos, a los que aparentemente ponía orden, extrae un pequeño cuaderno gastado y comienza a leer: -Escapa el alma al menor pretexto, huye el que puede, y los vivos nos reunimos en torno de rituales imperfectos, para hacer lo único que al nacer aprendimos: llorar. No se llora por el muerto, se llora por reflejo, por consenso, por la dicha de sentir el dolor vivo entre de las carnes. Se abre la pupila y la muerte escapa en forma de sales. Abiertos como mansos lagartos, los ojos sedientos observan. El cuerpo calla, se ajena de sí mismo. Sólo el ojo contempla. Se nos diluye el pasado en los cementerios, en la tierra de los olvidos reducida a huesos, nuestra memoria es ridícula. Si ha de existir un manto digno para quien ha vivido por la palabra, es el silencio, es el olvido-.
Abres tus ojos, eso sí que lo entendiste, al preguntar su nombre el joven se adelanta, -cité a Alejandro González- se levanta de pronto, mas antes de partir comenta -la asfixia por palabras es dolorosa y común entre los líricos, uno muere buscando la imagen exacta, la metáfora perfecta, en busca del instante poético se olvida de comer, de dormir, de beber. Se obsesiona a tal punto, que esta palabra echa raíces en lo profundo de la garganta y al crecer desgarra el cuerpo de forma violenta, buscando habitar una voz que cada vez es menos carne. Cuando al fin lo logra, el poeta comprende la palabra, pero es ya incapaz de pronunciarla-.
Vuelve a su mesa, el joven se ajena en sus papeles de nuevo.
Pagas tu café, es tarde y debes volver antes del amanecer a la funeraria. Agradeces al mesero que citó a Gorostiza y todos vuelven a su marasmo de humos y silencios.

El alba no despunta, no lo haría más para él. La funeraria, con su olor amargo de lágrima seca, resuena al eco de tus pasos firmes, hacia la cámara luctuosa. ¿Qué sería esa palabra que provoca asfixia? ¿el ojo que contempla? Cúmulos de imágenes que no tienen ancla se debaten en tu cabeza, revueltas como pequeñas gotas mutadas en tormentas. ¿Qué palabra puede matar de asfixia? ¿Será que al comprenderla, uno es incapaz de articularla? ¿La palabra es capaz de matar? ¿De robar el aire, de crecer dentro como esa raíz profunda que desgarre abismos? ¿Será ésta la condena de los que persiguen los secretos de lo impronunciable?
Presa de pensamientos sin forma, la gaveta es abierta, el poeta yace en el fondo con el rictus muerto, los ojos vacíos, los miembros apagados; por primera vez notas el color azulado en su rostro, murió de asfixia recuerdas. Tomas su mano plena de palabras y lo preparas. La curiosidad te carcome, y con cuidado asomas entre tus manos la comisura de sus labios. Abres su boca y observas su lengua, intentas ir más allá de la garganta. Es inútil ¿dónde se habrá alojado la palabra? Recuerdas entonces la otra cita que el joven mencionó de Giuseppe Ungaretti: “Está en los vivos el camino de los difuntos.”
Con cuidado acomodas al poeta en el lecho de partida, cierras la caja, sin vitrina alguna. Lo llevas a la sala vacía, donde espera el familiar, único.
Al entrar reconoces al joven quien lee en silencio el cuaderno gastado que llevaba hace unas horas.  En la placa fúnebre se lee “Alejandro González”. 
Te acercas junto con los ayudantes y acomodas la caja lujosa en el centro. -¿Mi tío está listo?- dice el joven. Asientes en silencio. Abre brevemente la caja, observa largo y agrega -Consumatum est-. Da media vuelta y sale del lugar.
Carraspeas, hondo, profundo, constante. No comprendes cómo pudo morir de asfixia. ¿Qué palabra será esa? Quizá si vuelves a ese café donde leen poesía te podrían explicar, o la respuesta puede estar en un verso de Gorostiza, o en Ungaretti…Te sofocas de pronto, decides salir del lugar, demasiado cigarro supones. Con la pregunta atorada en la lengua decides ir afuera a tomar un poco de aire fresco.
El recinto queda ahora vacío.
Con el peso de haber conocido esa palabra impronunciable en su garganta, el poeta yace hueco de versos, lleno de silencios; tal como su andar por la vida, asfixiado de sí mismo, muere solo, muere desnudo.
 
Texto de Judith Godoy (México).