jueves, 05 de junio de 2025
Enalta
Revista Adiós

Cuento ganador del VI Concurso de Tanatocuentos

Publicado: domingo, 07 de mayo de 2006

EL SALTO / José Adolfo Muñoz Palancas

Veo unas lágrimas que corren por un rostro reseco y cuarteado, que avanzan lentamente como si temieran ser engullidas en la siguiente arruga. Veo una mano temblorosa que las seca sin convicción. Veo una vieja que está vestida de negro de arriba abajo (zapatos, medias, falda, rebeca y pañuelo) delante de una tumba, que se santigua, que la mira durante unos instantes eternos, y que de pronto, sacudida por una energía enorme, coge una escoba y empieza a barrer. Cuando ha acabado se pone de rodillas, toma de una bolsa enorme, repleta, un trapo y un frasco de limpiador, restriega hasta el último rincón, concienzudamente, con ahínco. Se levanta de nuevo, con mucho trabajo, retrocede renqueante para ver su obra. Veo un hombre de la misma edad, pero más ágil, que viene al trote, resoplando. La mujer lo abronca, gesticulando un tanto amenazadoramente con el frasco. Él, lejos de amilanarse, le responde gritando más, haciendo aspavientos más violentos, golpeándose las rodillas y el pecho, como muestra del maltrato de la prisa con su cuerpo. Ella replica por lo bajini, torciendo la cabeza, hablándole de lado, como para dirigir de paso sus denuncias hacia el difunto, y zanja la cuestión entregándole una jarra de plástico. Él se marcha sin dejar de vocear y gesticular. Ella se acerca de nuevo a la tumba, saca las flores marchitas de dos floreros y vierte el agua turbia a un lado. Su ojos se fijan en la tumba, musita algo entre dientes, esboza una sonrisa, aunque su mirada es vidriosa, siempre quedan lágrimas por salir. Ella saca un pañuelo, se las limpia mecánicamente, y se suena la nariz. Sigue mirando en silencio, con un gesto perpetuo. En esto llega el viejo que continúa con su tema, pero ella ahora no le sigue, se limita a tomar el agua, a llenar los floreros y a ponerles flores frescas. Se sienta en un lado sin dejar de mirar las letras de la lápida. El viejo se sienta en el otro lado en silencio.

            Cerca de la entrada veo a otro hombre apresurado, mira su reloj, se quita el mono casi mientras anda, saca unas llaves, echa una ojeada rápida al fondo. Sale, cierra una verja pesada con esfuerzo y gira una llave enorme. Se mete deprisa en su coche y se aleja.

            Los viejos han oído el ruido inequívoco de la verja al cerrarse y se levantan de golpe. Se dirigen lo más aprisa que pueden hacia la puerta gritando, pero el trecho que les separa es muy grande. El viejo llega jadeante y de forma ingenua tira de los barrotes. Se confirma su temor. Lo intenta varias veces más, le da algunas patadas, insulta, blasfema, desespera. Al poco llega la mujer, casi arrastrando sus piernas arqueadas, va a rodar por el suelo de un momento a otro. El viejo le dice con espanto: «¡Nos han dejao encerraos!». Ella, como si no lo hubiera oído, o no lo creyera, se acerca hasta la verja y la zarandea con el resto de sus fuerzas. «Si está cerrada...».

—¡Coño, no te lo estoy diciendo! —le replica el viejo cada vez más alterado—. ¡Qué grandísimo cabrón el Pedrero! Se le estaría haciendo tarde en el bar. Toda su vida igual de perdío.

—Si es que es mu tarde, los días de diario sabes que cierra antes, pero tú, venga a entretenerte y ahora mira.

—No, si ahora la culpa la voy a tener yo. ¡No te jode! Ya estamos como siempre. Tú me mandas a los recaos como si fuera un crío y encima que llego tarde.

—A saber en qué recaos has estao.

—Será posible la mujer ésta, siempre más desconfiá que na.

—Piensa mal...

—¡Vete a la mierda! So tonta. ¡Qué ya me tienes hasta los cojones!

—Sí, eso sí. Para decir palabrotas sí somos mu hombre, que no respetas ni el sitio donde estás.

—Si es que me quemas la sangre. ¡Anda, déjame ya en paz!

Ella vacila y al final calla. Él recorre la verja y cada uno de sus barrotes, tornillos y pernos, meticulosamente, le dedica tiempo a la cerradura. Saca sus propias llaves, las mete dentro, son ridículamente pequeñas. Encuentra cerca un trozo de hierro, pero éste no cabe. La mujer lo observa esperanzada, después de todo es el hombre, sabrá cómo sacarla de allí. Él se da por vencido, no puede abrirla. Vuelve a maldecir. Ella se asusta, le da pánico pasar la noche allí.

—Nada, tendremos que quedarnos aquí hasta mañana.

—Yo no me quedo por la noche aquí.

—Pero mujer, si no se puede no se puede.

—¡Qué no me quedo aquí!, ¡que aún no!

El viejo la observa levantar la voz, llorosa, temblorosa, como tantas veces, pero embargada por un matiz de desesperación, de una forma que se le contagia por momentos. «Pues como no sea saltando la tapia…». Comenta con tono de incredulidad.

—Pues la saltamos —contesta ella con total seguridad, olvidándose por un momento de sus años, de la artrosis, y de todas las derrotas de su vida, con la meta clara de escapar de aquella sepultura en la que la han encerrado viva a toda costa.

Los dos viejos, muy cerca el uno del otro, empiezan a recorrer el perímetro de la tapia. No es muy alta, unos dos metros como mucho, pero para ellos resulta imposible. En un punto hay una tumba muy cerca, la lápida se eleva comiéndole bastante altura al muro. El viejo se sube a ella, estira sus brazos pero aunque toca el tope de la tapia, se sabe incapaz de subir a pulso. La lápida forma ángulo recto con una cruz de anchos brazos, donde se cruzan hay una foto en blanco y negro encerrada en un cristal ovalado, un hombre de unos cuarenta y tantos años sonríe con desgana, al acercarse se da cuenta que es Antonio el guarda, no mucho mayor que él, vivía cerca de su casa, ¡qué mala leche tenía!, no había quien le tosiera, y ahora estaba él pisoteando su tumba. Con mucha precaución, se sube a uno de los brazos de la cruz, desde allí es fácil llegar hasta la parte superior del muro. Comba su cuerpo, apoya sus brazos y su vientre sobre él, sube sus piernas dejando cada una a un lado, montándolo como a una yegua dócil. La mujer observa todas sus evoluciones con terror, esperando el desenlace fatal en cada movimiento. Cuando por fin queda a horcajadas sobre el muro, llega a imaginar que ha pasado lo peor, pero se da cuenta de su ingenuidad cuando él con tono apremiante le ordena que le siga. Con mil precauciones y esfuerzos consigue subir sobre la tumba de Antonio el guarda, se acerca hasta la cruz, se persigna, bien por miedo bien por respeto, sube un poco su pierna derecha, se agarra al travesaño superior, su pierna vacila a media altura, insegura, impotente, el hombre le exige, le implora: «¡Venga! ¡Vamos!». Le alarga su brazo. Ella le coge la mano, muy lentamente, con esfuerzo sobrehumano queda sobre el brazo de la cruz, sigue agarrada al brazo de él, jadea, siente un mareo espantoso, siente que se va a caer. «¡Salta aquí!», le ordena él. «No puedo», contesta ella.

—¡Salta coño, que te vas a caer!

—Si salto me mato —insiste.

—Pues por lo menos no habrá que llevarte lejos —dice él con mala idea, con la espalda dolorida, y con pavor de que ella lo tire abajo de tanto estirar.

Ella intenta un tímido salto, él tira con todas sus fuerzas, queda agarrada al muro, con las piernas en el aire, dando patadas torpes, como de perro nadando, como de defenestrado que intentara caminar sobre el aire. Él tira de su falda y la termina de subir con sus últimas energías, quedan sobre el muro, exhaustos, cabalgando uno frente al otro. Resoplan largo rato, el sol empieza a declinar en el horizonte. El viejo mira al otro lado de la tapia con preocupación, el suelo parece estar a más altura, el miedo le asalta. «No sé, esto está muy alto».

—No, si sólo faltaba que nos quedásemos aquí. ¡Anda, haz algo!

—Mujer, y qué quieres que haga, que me tire y me mate. Tú has visto el porrazo que hay.

—Que no es pa tanto, y cómo nos vamos a quedar aquí.

—Ya verás. Como me pase algo, tú tienes la culpa.

El viejo mira hacia abajo temeroso, la mujer lo mira expectante. Él duda, ella lo empuja con su gesto. El viejo se gira, se pone de rodillas sobre el muro, agarra el borde con sus manos, deja bajar sus piernas, queda enganchado durante un instante, colgando aún queda casi un metro al suelo, se suelta, sus piernas se doblan en la caída, y su lado izquierdo golpea el suelo. La mujer se aterra, le grita: ¿Estás bien? ¿Te has hecho daño?

El hombre se incorpora un poco, dolorido, asustado. «¡Vete a tomar por culo!». Intenta levantarse un poco. Su pierna izquierda parece no querer sostenerle. «No te estaba diciendo que estaba muy alto. Cabezona, cojones, que me tenía que tirar, pues me tenía que haber matado a ver si así ya te quedabas tranquila». El hombre empieza a caminar, a pesar del golpe parece no tener nada roto. Se dirige a la mujer con cierta malicia. «Venga, salta tú».

—No salto.

—¡Coño! ¡Como que no saltas!

—¡Que no! ¡Que me mato!

—Me haces saltar a mí y ahora tú no quieres.

—Tú has visto como tengo las piernas, ¿quieres que me parta la cadera?

—¿Y no te ha importado que me pasara a mí?

—Tú estás mucho más ágil. Anda, ve a buscar a alguien, que yo te espero aquí.

El viejo siente embargarle una cólera infinita. «Eres un mal bicho. Egoísta. No quieres más que quedarte sola. Pues sola te voy a dejar, me voy y ahí te vas a quedar, hasta que te pudras. ¡So mala!».

La vieja, impertérrita: «Déjate de sandeces y vete ya, que está oscureciendo. ¡Qué asco de hombre! Siempre igual. ¡Anda, tira!».

El viejo se aleja, cojeando ligeramente, sin dejar de soltar por su boca todas las barbaridades que se le pasan por la cabeza. Al poco rato siente un estremecimiento de pena y culpa, vuelve la cabeza en dirección al cementerio, a esa distancia su mujer es tan solo una mancha negra sobre el muro encalado, flanqueada por cipreses que se levantan enormes y amenazadores. Levanta la mano y le hace un gesto con escasas esperanzas de ser visto. Sin que ella lo sepa, el viento responde en su nombre diciendo adiós con su falda.

La mujer continúa sentada sobre la tapia, las piernas le duelen y está asustada. En el horizonte, las cumbres de las sierras ya casi tocan el sol. Ojalá este hombre regrese pronto. Empieza a refrescar. ¿Y si no vuelve? Tantos años diciendo que la quería perder de vista.

Veo un corredor, que viene fatigado por uno de los caminos que bordean el cementerio. La vieja también cree haberlo visto, aunque sin gafas y con tan poca luz duda, quién va a estar a esas horas por allí con esos menesteres, espera hasta que está más cerca. ¡Sí, se acerca al trote! Muy lentamente se incorpora y lo llama.

—Eh, tú, eh—le grita todo lo fuerte que puede.

El interpelado, ve por el rabillo del ojo algo negruzco que le grita desde lo alto de la tapia del cementerio y siente un escalofrío que lo petrifica. Instintivamente acelera el paso todo lo que puede. La vieja le sigue gritando. El corredor no quiere volverse. La vieja no puede evitar que sus súplicas se distorsionen por el esfuerzo, que semejen chillidos inhumanos. El corredor esprinta. La vieja acompaña sus gritos de pequeños botecitos sobre la tapia que, dada su posición de precario equilibrio, amenazan con tirarla al suelo. El corredor no puede más, cuando ya está suficientemente lejos, se detiene. Está extenuado, y eso suele ser buen filtro de emociones. Dobla su tronco, jadea, apoya las palmas de las manos sobre las rodillas, levanta la cabeza, mira hacia la fuente del horror. Aquello sigue allí, no se ha molestado en perseguirlo. Mira con precaución. La luz de la tarde decae, pero aún es suficiente para permitirle apreciar detalles. Tiene buena vista y, mientras recupera el aliento, se atrevería a ponerle rasgos, ropa y color al espectro. La vieja también está agotada, se ha quedado quieta, su voz ha perdido fuerza, y parece tener un tono más humano. Parece que quiere algo, parece que pide ayuda. El corredor se debate entre dos alternativas, a saber: a) marcharse al pueblo huyendo de tan horripilante experiencia, b) acercarse y ver qué quiere aquello. Mientras duda, se acerca un poco más, y empieza a convencerse de la posibilidad de que se trate en realidad de un vieja que, aun en un sitio tan insólito, requiere auxilio. Poco antes de llegar a su altura la reconoce.

—Pero, ¿qué hace usted ahí? —le pregunta el corredor desde abajo.

—Que me han dejao encerrá —contesta fatigada y entre lágrimas—. Venga, ayúdame a bajar —le suplica.

Él, extiende sus brazos todo lo que puede, pero queda un buen trecho hasta las piernas de ella.

—Tiene que saltar. Salte, y yo la cojo.

—Yo no salto que si me sueltas me mato.

—Pero cómo la voy a soltar. ¡Venga, salte!

—¡Que no salto!

—Pero no se puede quedar ahí. No ve que se puede caer.

—¡Que no!

—Bueno, pues siéntese y voy a buscar ayuda.

—¡No te vayas tú también! Y además no me puedo sentar porque ya no siento las piernas.

El corredor intenta plantear las cosas de otra manera. «Si sigue ahí se va a caer, no ve que no está usted como para aguantar mucho rato».

La vieja nota cuchilladas en las rodillas, sabe que tiene razón, que no se sostendrá por más tiempo, duda un instante.

—No salto —dice llorando.

El corredor la mira conmovido. De pronto, se le ocurre algo.

—Espere un momento que voy a mirar por ese lado.

—¡No me dejes aquí!

—Enseguida vuelvo.

—¡Que no!

Desoyéndola, rodea la pared hasta el lado contiguo. Cerca de la esquina opuesta vislumbra una estrecha puerta pintada de negro. A la carrera va hasta ella. Está cerrada pero no se ve ninguna cerradura. Seguro que se abre por dentro con cerrojo. Vuelve hasta donde está la vieja.

—En el rincón del fondo hay una puerta que creo se abre desde dentro, bájese y salga por ahí.

—Cómo quieres que baje sola de aquí.

—¿Y cómo se subió?

—Me subieron.

El corredor no ve ni oye a nadie más, la mira perplejo. Notando cierto indicio de temor, de nuevo: «¿Cómo que la subieron?» A la vieja, entumecida, de momento le sobran las explicaciones.

—¿Por qué no subes y me ayudas a bajar?

—Pero no ve que está muy alta.

La vieja opta por el halago. «Tú eres joven y fuerte». El corredor no se muestra muy convencido. Busca algo para encaramarse. Amontona piedras grandes que recoge de un majano cercano y así consigue robarle al muro casi medio metro. Con ello puede agarrarse al borde de la tapia y subir a pulso con muchísimo esfuerzo, con la sensación de fallarle los brazos en cualquier momento. Llega arriba, la vieja lo mira feliz, orgullosa, con una sonrisa de plena dentadura postiza. Mira al otro lado y descubre la misma senda que habían utilizado los viejos. Baja hasta la lápida y extiende los brazos hacia ella más como súplica que como ofrecimiento. La vieja se siente obligada y con pasitos diminutos de funámbulo llega hasta su altura, dejándose caer más que saltar. El corredor no falta a su palabra, no la suelta, y gentilmente para su golpe, aunque ello implique rodar por el suelo. Durante un tiempo largo, impreciso, denso, su cabeza queda cubierta por la falda negra, sintiéndose como un reo al que van a ajusticiar, no sabiendo si morirse es eso, que todo lo embargue un tufillo a queso rancio. La vieja sentada sobre su cara no se puede incorporar, y tienen que ser sus brazos los que la apartan a un lado entre suspiros y desgarradores ayes que le hacen pensar que está mal herida. Él cree que se ha partido la espalda, casi no puede levantarse y aun sin la mareante capucha respira con dificultad. Consigue sacar un hilo de voz.

—¿Está usted bien?

—Sí, pero, ¡ay qué susto! Pa habernos matao.

Tras recuperar algo su movilidad, el corredor se dirige hacia la puerta pequeña del fondo. Efectivamente, la cierran dos cerrojos, uno en la parte superior y otro en la inferior. Con esfuerzo los descorre y abre la puerta con un quejido ruidoso.

Al ver el camino al otro lado, la vieja sonríe, pero justo cuando cruza comienza a hacer pucheros. El corredor, que la lleva cogida con ternura, le dice: «No llore mujer, que ya estamos fuera y todo ha pasado».

—Pero, ¿dónde está este hombre? ¿Por qué no ha venido a por mí?

Él la mira confundido, mientras por el camino escucha lo sucedido.

—Lleva cincuenta años diciendo que no me aguanta, que se va a largar y no va a volver más, y hoy ha aprovechado y lo ha hecho, y me ha dejado ahí arriba para que me pudriera.

—No,  mujer, no diga eso.

—¡Que sí! Si lo conoceré yo después de tanto tiempo. Sólo piensa en él. Nada más le duele.

Por allí se alejan entre los pinos del paseo, magullados, tristes, con andar lento y tortuoso, son la tortuga de este cuento, mas ¿quién es la liebre? Quizás el renault 4 destartalado que viene a toda velocidad por el camino asfaltado del otro lado. Ha llegado hasta la verja de la puerta principal. Se han apeado dos hombres, el Pedrero —el perdío— y el viejo. Han mirado hacia lo alto de la tapia. Veo el pánico en sus ojos. Han ido hasta el lugar donde cayó el viejo, éste ha rastreado el suelo como si su mujer fuera una hormiga. Ha encontrado un monedero, su viejo monedero con la piel ajada y sin lustre. A toda velocidad han ido a inspeccionar el otro lado, ni rastro. Han recorrido todo el cementerio, sus calles, los váteres, el almacén, han escudriñado en las fosas abiertas, detrás de mausoleos, cruces y ángeles, la puerta del fondo está cerrada.

El viejo se ha sentado deshecho sobre una lápida y ha roto a llorar. El Pedrero no se atreve a acercarse mucho.

—La he dejado sola y se la han llevao —dice en voz alta, mientras sus manos temblorosas toquetean el monedero.

—Pero hombre, ¿quién se la va a llevar?

El viejo lo mira con odio, le recrimina: «Si hubieras cumplido con tu obligación...».

—No empieces, que yo me he ido a mi hora. Y encima que he venido para ayudarte, no te encares conmigo, que a ver a quién se le ocurre subirse ahí arriba.

—¡Y qué querías que hiciéramos, quedarnos aquí hasta mañana!

—¿Y qué pasa? Si aquí nadie se mete con nadie.

El viejo no quiere verlo, ya no le vienen más lágrimas, la rabia se lo chupa todo.

—Dicen que hay mal nacidos a los que les gustan las viejas, seguro que se la han llevao.

El sepulturero lo observa atónito. «Anda, déjate de tonterías, se habrá bajado y se habrá ido».

—¡Pero cómo se va a bajar sola! Con lo torpe que está. Lo mismo se la ha llevao un alma en pena.

—Venga, vámonos, que ya estará en el pueblo.

—A lo mejor uno de estos que está solo... pues se apaña con ella, o sólo por hacer daño —dice señalando a las tumbas.

El sepulturero no quiere oír más majaderías. Le asalta una duda y se dirige hacia el fondo.

El viejo, solo, desconfía de los difuntos. Pero de pronto piensa si su mujer no se habrá ido queriendo. Siempre están regañando, lleva años quejándose de sus ronquidos, de sus manías, de su genio, echándole en cara si va al bar, si no la ayuda, si parece que no le duelen las cosas, lo más bonito que le dice es ¡qué asco me das!, así que lo mismo se ha largado, y adónde va ir la vieja loca, pero le embarga la desesperación y se vuelven a humedecer sus ojos.

Mientras tanto el Pedrero ha llegado hasta la puerta metálica del fondo, descubriendo los cerrojos descorridos.

Sus llamadas han llegado hasta el viejo, que se ha temido lo peor. Con el pecho contraído, allí se dirige. El sepulturero sonriendo le muestra la puerta. El viejo transmuta su angustia en cólera. Se encamina velozmente hacia la entrada por donde en ese momento penetran la vieja y el corredor. Se enfrenta a ella.

—¡Tú eres tonta! ¡Dónde cojones te has metido! No te dije que esperaras que viniera a por ti.

La vieja, que lo ve venir como un toro, lo recibe con más bravura, de rodillas y capote en alto.

—Serás idiota. ¿Qué querías? ¿que me matara? Si no es por este chico, vienes por mí, pero en coche fúnebre.

—No iba a caer esa breva.

—¡Pero qué asco me das! Después  de que me has dejao ahí tirá.

—Después de que casi me mato por ir a buscar socorro.

—Después de que casi me mato porque no venías.

—¡Menudo susto me has dado, que llego y no te encuentro!

—Esa alegría, que siempre dices que me quieres perder de vista.

—Pues la verdad que sí, la lástima es que alguien no te llevó, claro, que quién iba a cargar contigo.

—Haberte ido tú por ahí, que a mí ya ves que me sobra quien me ayude.

De pronto, ya no puedo aguantar más y los interrumpo. «Queridos míos: la luna ya hace valer su brillo, todo queda bajo el monótono azulado del día moribundo, ya está aquí la noche, no se debe estar aquí a estas horas, marchad pues, aun discutiendo seguid caminando, refugiaos en vuestro hogar cálido y seguro».

Se hace el silencio entre ellos, se ha levantado una brisa que parece haberles contado un secreto al oído. ¿Acaso me habrán oído? A regañadientes se apoyan el uno en el otro, se oye un ligero rechinar de dientes que no sé si atribuir a tantas emociones o al voluntarioso deseo de rumiar hacia dentro los envites no consumidos, o quizás es que hace frío y yo no lo noto. En fin, parece que se alejan en paz, de lejos parecen uno solo. Salen por la puerta, con su pasito lento e inseguro, con sus miserias y sus triunfos. El sepulturero y el corredor van tras ellos. Suena el chirrido de la verja al girar. La cerradura pronuncia la última nota. Cae el telón. Termine pues el día y termine pues la historia. Ah, por cierto, la vieja se llama Juana y el viejo, Paco. Son mis padres. Yo me llamo Luis y vivo aquí.