Concurrimos a la “Mejor Historia” por considerar que el relato presentado se ajusta a una historia auténtica, recuperada gracias a la metodología arqueológica en un proceso de investigación dilatado en el tiempo, que nos permite tener una idea elaborada de los rituales funerarios vacceos de hace más de dos mil años y, en concreto, sobre la infancia, tema escasamente abordado en la Historia hasta fechas relativamente recientes. Relatos como el presentado creemos que se integran en la llamada divulgación científica que, sin perder nada del rigor académico, procuran una mayor accesibilidad para el público interesado, conectándolo con la rica semántica de los objetos funerarios presentes en la construcción de las identidades: todos los ajuares y ofrendas son diferentes porque todos los individuos somos distintos. Detrás de cada tumba recuperada podemos atisbar rasgos de personalidad, gestos de duelo, etc., que invitan a la reflexión, al tiempo que a dignificar y respetar un espacio como el cementerio vacceo-romano de Las Ruedas de Pintia, para que dos mil años después pueda seguir siendo un lugar de memoria.
Muerte contra natura en la Edad del Hierro: infancias rotas en Pintia
Hubo un tiempo en que los niños no eran inmortales. Nacer seguía constituyendo un proyecto de vida, que requería de una supervivencia siempre incierta y … de suerte, mucha suerte. La mortalidad en el primer año de vida podía alcanzar hasta una cuarta parte de la población y a los trece años solo llegaban tres de cada diez individuos. Y esa muerte era democrática, afectaba por igual a ricos y a pobres, aunque, al final, hayan sido las tumbas de aquellos las que han dejado los testimonios del duelo y del sentimiento de pérdida más expresivos.
En el triste cometido de que los padres enterraran a sus hijos (muerte contra natura), encontramos respuestas diversas, materializadas en unos ritos funerarios y ubicación propios según la edad (inhumación bajo los suelos de las viviendas o cremación en el cementerio común), en la presencia/ausencia de una serie de objetos en la tumba, etc.
El yacimiento arqueológico de Pintia, en Padilla de Duero/Peñafiel, en el extremo oriental de la provincia vallisoletana, constituye una pieza clave para acercarnos a esas infancias rotas de las sociedades de hace dos mil quinientos años que habitaron ese marco territorial que llamamos Ribera del Duero.
La muerte de la madre y el niño en el parto
La historia gira y gira como una noria: cambian los actores, pero la rueda de la fortuna sigue determinando el drama o el júbilo de nuestros acontecimientos más vitales.
En la ciudad de Las Quintanas, en época visigoda, allá por los siglos VI o VII de la Era, abandonado ya el viejo cementerio vacceo-romano de Las Ruedas, una mujer, probablemente cristiana y dentro de un rito de inhumación, era enterrada con su bebé. Detrás de la delicada disposición de este entre las caderas y el brazo derecho de la madre, como arropándolo, no resulta difícil imaginar el desconsuelo de un padre y marido. El parto en la Antigüedad no estaba exento de peligros, y a menudo constituía una de las causas de óbito principales para las mujeres.
Esa historia del cementerio de Las Quintanas se había repetido mil años antes en el de Las Ruedas, en la tumba 98. Aunque esto no lo supimos hasta que se realizaron los pertinentes análisis de los restos óseos cremados contenidos en la habitual ollita de cerámica común: “mujer de 20 a 40 años con neonato”. Una vez más el expectante momento del parto: del jubilo inicial, a la sorpresa, a la negación y, finalmente, asumida la pérdida, a la despedida última.
Quince piezas cerámicas y una fíbula de bronce constituyen la totalidad de ajuares y ofrendas incluidos. Tal vez ahora se entienda mejor la duplicidad de las ofrendas que alcanza a seis de las categorías tipológicas presentes en la tumba: dos tazas, dos ollas toscas, dos oinocoes o jarros de pico, dos copas, dos botellas abombadas, dos vasitos de perfil acampanado; finalmente, con carácter unitario aparecieron también una tapadera, un cuenco, una botella y platito. La hechura de todos estos recipientes, sin llegar a la miniatura, es de un tamaño mediano, entre los 12 y los 7 cm de diámetro máximo; jarras y copas nos remiten al servicio de bebida, probablemente vino. Por su parte, restos de fauna (sin determinación de especie) fueron recuperados dentro del cuenco hecho a mano y de una olla torneada común. Comida y bebida 3 para poder realizar un viaje a otro lugar alternativo, habida cuenta el poco éxito obtenido en este.
La única pieza de metal, una bella fíbula de bronce en perfecto estado de conservación, (del llamado tipo de La Tène), muestra un detalle revelador en el muelle: conserva en el interior de sus espiras una caña vegetal de ajuste, lo que nos indica que la pieza no pasó por el ustrinum o crematorio. Este pormenor nos hace pensar que se tratara de una ofrenda añadida por alguien próximo a esta mujer, ya que los elementos metálicos propios del finado siempre se encuentran estrechamente asociados a sus restos cremados, y en este caso la pieza fue deposita en el platito, alejada por tanto de aquellos. Un gesto de ternura, fosilizado en el registro arqueológico a través de los milenios.
Muerte perinatal y en la más tierna infancia
“Es costumbre universal no incinerar a los niños hasta que no tienen dientes”. Así se refiere Plinio el Viejo, a la práctica común a numerosas culturas de no hacer partícipes de los rituales de cremación a los que todavía no son sino proyectos de vida que pudieran acabar truncándose en su inicio.
El pueblo vacceo participó de esta idea, de manera que los niños recién nacidos, con edades gestacionales de 32 a 40 semanas, según los análisis antropológicos realizados, fueron inhumados bajo los suelos de tierra apisonada de las viviendas. A los trece individuos recuperados en las excavaciones de la ciudad ningún ajuar los acompañaba: muertos y enterrados en la intimidad de sus casas, sin derecho alguno a los rituales de cremación y menos aún a ser dispuestos en el cementerio de Las Ruedas. Prácticamente todas las viviendas excavadas, una docena, han proporcionado algún perinatal, lo que nos da una idea precisa de lo habitual que debió de ser esta falta de supervivencia. Los huesos de estos perinatales sorprenden a la vista por su fragilidad: una calota tan fina como la cáscara de un huevo, unos cuantos huesos largos casi irreconocibles en sus epífisis, por donde habían de crecer, y cantidad de vértebras desarticuladas…, apenas un esbozo de los más de doscientos huesos que constituyen el soporte humano.
La niñita de la tumba 12 (siglo IV a. C.) de la necrópolis de Las Ruedas seguramente mostraba ya sus primeros incisivos de leche, cuando contaba con apenas un año y la muerte la arrebató de los brazos de sus padres. Es muy probable que no llegara a saber andar, ya que, durante la más tierna infancia, los niños eran enfajados, como nos muestran algunas esculturillas ibéricas de bronce. Así pues, su ritual funerario fue ya el de la cremación y su reposo último en el cementerio de Las Ruedas, como correspondía a una vida que había superado su primer año. Sus frágiles huesos aparecían en el fondo de una ollita torneada de color gris. Las muestras de dolor quedaron expresadas en, al menos (los arqueólogos recuperamos “el presente del pasado”, por lo que tal vez hubiera otros elementos más de carácter orgánico que se descompusieron), 15 objetos depositados en su tumba. De entre ellos encontramos una pieza que ya había de marcar desde su inicio y para siempre su papel social: una aguja de coser de bronce, que representaba la función textil vinculada en la Antigüedad a la mujer. Además, nueve canicas de barro, piedra y betún, tal vez relacionadas con un juego que no llegó a practicar en esta vida. También contaba con un elemento aparentemente humilde, pero exótico, como es una cuenta de collar de vidrio azul producida en el norte de África o en el Próximo Oriente. Una cajita zoomorfa, con cuatro patas y asa, serviría para contener un poquito de sal, con un claro sentido simbólico; finalmente, dos pequeñas vasijas hechas a mano y apenas cocidas, cuyo contenido no es posible determinar, cerrarían el conjunto de materiales.
A los tres años el niño ya sabe andar, y experimenta un desarrollo cognitivo exponencial. Es fácil imaginarlo con una lengua de trapo hablando un lenguaje céltico del que desconocemos casi todo, según corresponde a una sociedad ágrafa como la vaccea. Sin embargo, hay otra semántica construida con los materiales dispuestos en la tumba, que muestran en toda su crudeza el desconsuelo por la pérdida de un infante de esa edad. Apenas cuarenta gramos de huesecitos cremados y muy particularmente la presencia de un diente incisivo, contenidos en el fondo de la urna torneada tosca, sirven para reconstruir la desdentada sonrisa, en la que los primeros incisivos permanentes comenzaban a dar paso a los deciduales del niño de la tumba 90 (siglos III-II a. C.). Sobre esa urna y en torno a ella, queremos adivinar la mano de una madre afligida disponiendo cuidadosamente los 31 diversos objetos que habrían de acompañar a su hijito al más allá.
Así, en este excepcional conjunto funerario observamos la presencia de elementos de naturaleza diversa: funcional en unos casos, como soporte de alimentos y bebidas viáticas; puramente simbólica en otros, de naturaleza acusadamente miniaturizada y sin cocer. En el primer grupo caben siete piezas: dos ollas toscas (una urna cineraria y la otra con restos de fauna indeterminada en su interior) y cuatro botellas y un cuenco.
En el segundo grupo se integran la mayoría de las piezas: tres cajitas zoomorfas —la más completa de ellas recuperada en el interior de la urna cineraria, sobre los restos óseos cremados—, cinco cuenquecitos —algunos de ellos con caniquitas en su interior—, cuatro botellitas, nueve canicas y dos sonajas de tipo carrete con decoración excisa. Esta forma de decorar las denominadas “producciones singulares” vacceas, se realizaba extrayendo el barro mediante cortes a punta de navaja contrapuestos, en inclinación de 45 grados, creando un marcado efecto de claroscuro, en lo que parece una trasposición al barro del llamado “arte pastoril” que tallaba de esta forma madera, corcho o cuerna. Lo interesante de esta técnica es que debió de tener entre estas sociedades un sentido profiláctico. Seguramente mamá pudo pensar que esos sonajeros que dispuso con sumo cuidado sobre la urna cineraria, con su sonido y su decoración excisa, podrían ahuyentar a los malos espíritus que en el camino al más allá pudiera encontrarse su niño. La rotura de la tapa de una de las sonajas ha permitido desvelar el secreto del sonido de estos idiófonos: veintiocho pellitas de barro agolpadas en su cavernoso interior son las responsables.
No quiso mamá tampoco que aquellos pucheros replicados a escala, incluso con su fondo umbilicado, con los que tantas veces había jugado a las comiditas, dejaran de acompañarle donde quiera que su nueva vida le llevara.
Los 7 años y el uso de la razón: la tumba 127b
A los siete años el niño comienza a desarrollar la lógica mental y el raciocinio, tras haber aprendido el uso del lenguaje. Ese cambio fundamental en el camino hacia la pubertad determinó un tratamiento ritual próximo al de los adultos entre la sociedad vaccea de Pintia. Podemos establecer con cierta precisión que la niña de la tumba 127b (siglo II a.C.) rondaba los siete años cuando murió, puesto que entre los huesos cremados se conservó una buena parte de la mandíbula y en esta no había emergido aún la muela de los 6-7 años. Que fuera una niña cabe sospecharlo, de nuevo, por la presencia de una aguja de coser de bronce, como elemento simbólico de la función textil.
Aquella pequeña peinaba dos largas trenzas rematadas en unas anillas de oro, como se representan en las llamadas “damitas de Mogente”, en Valencia, en la parte superior de una estela-columna funeraria ibérica. Abandonó este mundo de manera trágica, pero no lo hizo sola, sino acompañada de la que podría ser su madre y, pongamos que su tía, dos mujeres de 20 a 40 años. Lamentablemente los huesos cremados no conservan el colágeno que pudiera servirnos para establecer parentescos, pero la disposición de esta tumba 127b junto a la 127a y 128, y la presencia de un bustum o cremación a pie de tumba para ellas, nos lleva a pensar en su fatal muerte sincrónica y en un vínculo de consanguinidad. Tres mujeres de alto estatus, de entre las cuales el ajuar y las ofrendas funerarias más cuantiosas vienen representadas, sin duda, por lo dispuesto en el depósito de la niña: 69 objetos que expresan una escalada en el sentimiento de pérdida como consecuencia de un mayor número de años de convivencia.
No faltó un banquete funerario acorde a la importancia de la malograda familia, seguramente con varios días de duración, en el que se sacrificaron un bóvido, un caballo, cordero, conejo y hasta un cánido (este con un marcado valor simbólico).
Nos llama poderosamente la atención cómo en la constitución del ajuar de la niña se mezclan elementos de la infancia (una sonaja y 23 canicas) con otros ya propios de los adultos (crateriforme, copas y jarritos para el servicio del vino, junto al cuchillo carnicero, las pinzas para el fuego y la parrillita de hierro, miniaturizados, o también una cajita-salero), en la idea de que, aunque niña aún, había alcanzado un estatus ya diferente, relacionado como decíamos con la consciencia adquirida.
Si estamos en lo cierto, esta vez sería el padre el que seleccionó y dispuso con primor aquellos objetos que habían de acompañar en su nueva vida a la niña. En primer lugar, esa gargantilla que tanto le gustaba y que contenía distintos amuletos para protegerla de peligros diversos, con colgantes de bronce abellotados o en forma de ancla, o de bola, o de creciente lunar con anillitas suspendidas que tintineaban, o con otros de vidrio de distintos colores, o, finalmente, con aquella cuenta de collar grande y exótica de ámbar (venida de la zona del Báltico, como desveló su análisis en el laboratorio). No se olvidó tampoco del juego de imperdibles o fíbulas de bronce que intercambiaba en sus vestimentas: aquel tan viejo, de la tatara-tatarabuela que había pasado de moda, pero que siempre le cogía a su madre; y sobre todo, por la falta que le iba a hacer, el de la cabeza de lobo con blancos ojos protectores. Si de protección y de regeneración en el más allá para su hija se trataba, no podía faltar un gran huevo de ganso, pintado en óxido de manganeso (negro) y de hierro (rojo), ¡recuperado milagrosamente completo por los arqueólogos después de 2200 años!
Entre la pubertad y la adolescencia: la tumba 153
Ya era una mujer, no había duda. Trece años y toda una vida por delante. Incluso, tal vez, prometida a algún apuesto autrigón. Convenía asegurar la promisoria sal, ya que, en territorio vacceo, en pleno centro de la cuenca del Duero, este imprescindible recurso no abundaba precisamente. Lo contrario que en la Autrigonia, al norte, en el límite de La Lora oriental, antes de dar paso definitivo a las montañas. Sus habitantes poseían el “oro blanco” y sabían defenderlo por las armas. Además, es mejor construir las relaciones que violentarlas, y para ello nada mejor que establecer lazos duraderos mediante matrimonios mixtos. La adolescente era hermosa y había sobrevivido a la incierta infancia. El futuro se mostraba prometedor y, sin embargo, sea por un mal de ojo de algún enemigo de la familia, o por la pura envidia de los dioses ante su hermosura, en apenas unos meses aquella flor en plenitud se marchitó 6 irremisiblemente y al morir rompió los corazones de sus padres y todos los sueños una y mil veces planeados.
Así, no es de extrañar que la tumba 153 (siglo II a.C.) de Las Ruedas, correspondiente a un individuo juvenil de 13-20 años, cuyo sexo no se ha podido estimar (la disposición aquí también de atributos de la función textil, fusayola o contrapeso del huso de hilar y dos agujas de coser, nos inclinan a considerar que se trataba de una mujer), incluyera 114 piezas en su ajuar de acompañamiento, el más cuantioso de todos los recuperados hasta el presente. Tal despliegue de objetos probablemente sea expresión a partes iguales del duelo, pero también de la frustración experimentados.
Una vez más, la ambivalencia entre la infancia que dejó atrás y el mundo de los adultos que no pudo conquistar. Los ajuares muestran 25 canicas, una gran canica-sonaja, y dos tintinnabula o plaquitas con anilllas para producir sonido. Otras dos anillas estriadas de bronce, probablemente nos indiquen que todavía mantenía el peinado a base de dos largas trenzas. Tampoco faltaron otros adornos personales como los dos colgantes de bronce de tipo aguja, una cuenta de collar de ámbar y una fíbula simétrica, también en bronce. Se contabilizaron 58 recipientes cerámicos, pero de ellos destacan con luz propia 22 ungüentarios o botellas de cuerpo lenticular y boca de seta, ideales para dosificar los aceites de oliva que contenían: aquella piel tersa y suave también requeriría de atenciones en el más allá. Asimismo, seis cajitas-salero, una de ellas con una explícita cabeza de carnero tallada en el asa, se incluyeron para sazonar las ofrendas cárnicas de conejo, cordero y lechón. La presencia de un huevo, del que apenas restaban algunos fragmentos de cáscara, seguramente tuviera el mismo sentido simbólico de regeneración, que para la niña de la tumba 127b.
Hemos dejado para el final el hallazgo de lo que denominamos “joyas de barro”, también presentes, como vimos, en la mencionada tumba de la niña de 6-7 años, allí en forma de zarcillos para el pelo o coleteros. Se trata de imitaciones en barro de otras hechas en oro y plata que las familias más influyentes y poderosas de la ciudad habían conseguido acumular a lo largo del tiempo y que se heredaron de generación en generación. De esta forma, la fíbula anular hispánica y los ochos abalorios de tipo lágrima construidos en barro, imitando la técnica del granulado o de la filigrana, presentes en la tumba 153, no serían otra cosa que las réplicas de algunas de las joyas que esta joven mujer debería haber recibido como herencia o dote, habida cuenta que hacía mucho tiempo que se había abandonado la costumbre de depositar en las tumbas metales preciosos. Hoy, gracias a nuevos sistemas de datación, sabemos que algunas de esas preseas vacceas que recuperamos en las zonas de hábitat, en el contexto de los conflictos con Roma (finales del II a inicios del I a. C.), en realidad fueron creadas a finales del siglo IV a.C., por lo que cobra todo el sentido la idea de joyas transmitidas de padres a hijos.
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Las historias aquí contadas, recuperadas por la arqueología, no tuvieron éxito, fueron vías muertas; por fortuna, otras muchas sí. Gracias a ellas hoy seguimos aquí, habitando la Ribera del Duero, dando continuidad a ciertas tradiciones como la manera de construir con tierra, o de celebrar en torno al vino civilizado; en cualquier caso, procurando mantener la memoria de quienes nos precedieron, y buscando construir un mundo mejor, en el que, como ordena la naturaleza, los hijos sean los responsables de dar descanso a sus progenitores y de mantener su memoria. “No hay inmortalidad, hay memoria y esa es la misión de los que venimos después” (Carlos Castilla del Pino).