Cuando un fallecido queda reducido a cenizas, su destino más común es lo que en el sector se conoce como custodia familiar. Es decir, la urna se entrega a la familia para que hagan con las cenizas lo que consideren oportuno o lo que el fallecido haya dejado dicho que hagan. Los restos pueden acabar en una falla valenciana para que el difunto sea “reincinerado”, esparcidas sobre la sepultura de Camarón, desperdigadas por el recinto de la Cruzcampo de Sevilla, en el césped del Bernabéu, repartidas por el Rocío para que se confundan con el polvo del camino, lanzadas al espacio, convertidas en diamante, aventadas en Formigal, prorrateadas entre los parientes…
No todo vale, y aunque el sentido común debería guiar las decisiones de los custodios del difunto, la realidad demuestra que algunas ocurrencias de los vivos no están a la altura del decoro más elemental. Repartirse un muerto en una cafetería no es lo más oportuno.
La revista “Adiós Cultural” ha podido saber, gracias a testigos directos del hecho que a continuación se relata, que esa frase hecha que dice que la realidad supera a la ficción se puede utilizar con mucha más frecuencia de la que cabría esperar cuando se trata del destino de las cenizas.
Ocurrió una mañana de finales del pasado mes de julio en un bar de Manresa (Barcelona). Cuatro personas vivas y una quinta fallecida recientemente ocuparon una mesa y se dispusieron a desayunar (los vivos). Pidieron sus cafés, sus zumos y sus bocadillos, mientras el quinto aguardaba paciente su destino, posado y reposando sobre la mesa, dentro de una caja con asa que a su vez guardaba una urna. No hace falta ser Hércules Poirot para deducir que aquellas cuatro personas estaban emparentadas (o al menos íntimamente relacionadas) entre ellas y con el difunto o difunta, al que acababan de recoger, ya hecho polvo, en alguna de las dos funerarias de Manresa tras haber sido incinerado o incinerada alguno de los días anteriores.
Eso es, literalmente, la custodia familiar: recoger la urna, hacerse cargo de las cenizas y decidir qué hacer con ellas. Y la decisión, en este caso, fue inoportuna. Ni ilegal ni inmoral ni punible ni indigna ni prohibida… solo desatinada.
Los cuatro clientes del bar, una mujer de edad avanzada, otra de menos edad (¿su hija? ¿su nuera? ¿su hermana pequeña? ¿una amiga?) y dos jóvenes, chico y chica (¿nietos de la primera? ¿hijos de la segunda?), mientras desayunaban decidieron cumplir con la misión que les había llevado hasta allí, repartirse al difunto.
La misma camarera que les había servido los bocatas y los cafés acudió a la mesa cuando la mujer más mayor la llamó, quizás para pedirle que cambiara el azúcar por sacarina. Pero fue una cuchara lo que pidió. La camarera se extrañó. Cada café con leche llevaba su cucharilla. Como la mujer que parecía llevar la voz cantante del grupo se percató de la extrañeza del gesto de la camarera, se lo explicó: “Es por no mezclar… por no usar la del café. Llevamos las cenizas de un difunto en esta urna y nos las queremos repartir en estas bolsitas para que cada uno se lleve su parte. Para eso necesitamos otra cuchara. Grande, a poder ser, para ir repartiendo… gracias.”
Las bolsitas que mostraba la mujer son esas con cierre cremallera hermético que igual sirven para proceder a la congelación de unos salmonetes, conservar unos cogollos sobrantes de brócoli en el cajón de las verduras o guardar a un muerto prorrateado.
La camarera no reaccionaba a la petición, quizás no tanto por la cuchara, como por la utilización que se le iba a dar. Por temor a no haber entendido bien, pidió a la mujer que se lo repitiera. “Una cuchara grande… ¿para qué? ¿para repartirse a un muerto?”. Cuando confirmó que, efectivamente, había entendido bien a la primera, la camarera replicó: “Pero, mujer, ¿cómo va a hacer eso aquí? ¿cómo quiere que le deje una cuchara para eso?”.
La portavoz del grupo decidió facilitar las cosas a la camarera: “Mire, déjelo. Da igual. No me hace falta cuchara. Ya me apaño… gracias.”
Agarró la caja, sacó la urna, levantó la tapa, abrió el plástico interior que guardaba las cenizas y comenzó a volcar el contenido en las tres bolsitas que sujetaban y mantenían abiertas sus acompañantes. El reparto del lote lo hizo a ojo de buen cubero, ya que no tenía instrumento para ir contando al muerto a cucharadas y asegurar una partición equitativa. La repartidora remató su faena con un contundente “…y lo que queda en la urna, para mí”. Seguramente se quedaría con la mayor para no desmentir el dicho. Cada una de las otras tres personas echó el cierre a la cremallera, con cuidado de sacar el aire, y se arrimaron su parte del muerto.
Puesto que la negativa de la camarera a facilitar una cuchara provocó un reparto menos meticuloso, parte de las cenizas quedó derramada a lo largo y ancho de casi toda la mesa de la cafetería, contingencia que la líder del grupo solucionó con unos cuantos soplidos y varias pasadas de mano por la superficie intentando arrastrar lo que su capacidad pulmonar no había conseguido. Después se sacudió las manos con unas cuantas palmotadas, en un estilo similar a cuando se termina de enharinar unas albóndigas. Y para eliminar cualquier resto que pudiera quedarle, terminó de limpiarse las manos contra su camisa de lino verde. Inmediatamente después agarró su bocadillo y terminó su desayuno.
La camarera se sintió incapaz de continuar con su trabajo aquella mañana de julio que no había hecho más que empezar. Solo atinaba a decirle a su jefe, de la forma más discreta de la que fue capaz: “¡Nos han soplado a un difunto en la cafetería! ¡Me voy a tomar un baño porque tengo al muerto sobre mí!”. Y se fue.
Los deudos continuaron con su desayuno y con su peculiar duelo, recordando quizás las excelencias o malevolencias del fallecido o fallecida (eso nunca se sabe; morir no convierte a nadie en mejor persona) o puede que compartiendo el destino que cada uno de ellos iba a dar a su ración de cenizas.
Poco después salieron, cada uno con su bolsita -menos la líder, que se quedó con la urna y la mayor parte del contenido- y la camarera regresó una hora más tarde, recién duchada y con los ánimos más calmados. Al menos no tuvo que cruzarse con ellos para evitar revivir el episodio.
Las cosas de la muerte cada uno se las toma como quiere y mejor le apetece, faltaría más, pero cuando una familia o un grupo de amigos toma la decisión de repartirse a un pariente o colega, conviene buscar un lugar oportuno para hacerlo. Los menos sensibles pagarían por ver la escena, pero para los más impresionables no es plato de gusto.
Lamentablemente, esta historia tan real como esperpéntica, no tiene un final redondo. Faltaría saber a dónde han ido a parar las cuatro porciones del reparto. Serán lugares excéntricos. Seguro.
El texto en la edición de papel número 132 se puede leer aquí.
http://www.revistaadios.es/fotos/revista/AdiosCultural132internet.pdf