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Revista Adiós

Joan Menchón Bes


Arqueólogo municipal. Ayuntamiento de Tarragona.

| Tarraco, ciudad viva. Evocaciones desde el mundo funerario

06 de febrero de 2018

Evocaciones desde el mundo funerario

Tarraco, ciudad viva. Evocaciones desde el mundo funerario

Hay frases que por lapidarias que sean, no dejan de ser de una veracidad absoluta, sea donde sea, sea cuando sea. La primera que viene a la memoria se la oí a una persona ya mayor, y por ello muestra cierta ironía e incluso sarcasmo: “Morir es ley de vida”. Es aquel lapidario “memento mori” (recuerda que morirás) de los latines cada día más olvidados, pero cada vez más necesarios en una sociedad de excesiva velocidad que no nos deja mirar hacia atrás y otear de dónde venimos, ni incluso mirar hacia adelante con serenidad para saber hacia dónde vamos; o que es incapaz siquiera de asir el fugaz presente y entender quiénes somos. La segunda es la inscripción en un monumento alusivo a una cruenta batalla de la Guerra Civil de 1936-1939: “Si nos olvidáis será cuando moriremos”.
El fin de la vida física es, nos agrade o no, una verdad absoluta. Y la necesidad de perdurar, también. De aquí la creencia en el más allá o en la nada, o el deseo de permanecer gracias a las obras, al recuerdo, a la familia, los amigos, los hijos… Son pulsiones inherentes a toda sociedad humana. La imagen del ser querido fallecido tiempo ha, al rezo, la vela encendida el día de Difuntos o las flores en la lápida de la tumba, donde cíclicamente se van cincelando los nombres de los que poco a poco van acompañando a los que pasaron al otro lado del río Aqueronte, van supliendo, consolando, calmando o aliviando esta tribulación humana ante lo inevitable y el vacío que nos deja. Ciertamente, el sentimiento ante la muerte no deja de ser una sensación, un misterio que nos acompaña desde los albores de la Humanidad.
La actual sociedad occidental, hija de la filosofía de los griegos, el derecho de los romanos y del monoteísmo de los judíos, no es ajena a esta realidad. Y es en época romana cuando cristalizan estos tres elementos que conforman la esencia de la actual cultura europea. Es casi un milenio en que en el Mare Nostrum se forjan unas relaciones norte-sur, este-oeste, unas formas de pensar, de creer, de entender la vida que, lejos de romperse con el paso de los siglos, conforman nuestra manera de ser y de estar. Las visiones de la vida, las religiones, las ciudades, el derecho, la administración… son de una forma u otra, hijas o nietas de Roma. Su capacidad de adaptación cultural, de sincretismo es paradójica y sólo comparable con lo que está sucediendo en la actualidad cuando mezclamos nacionalidades, razas, creencias, filosofías… hasta modas en el vestir. Hablamos un latín evolucionado que genera las lenguas romances, conservamos tradiciones de raíz romana como las ofrendas a los antepasados convertidas en huesos de santo o “panellets”; adoptamos otras de origen celta como la veneración a los espíritus del Samhain a finales de noviembre que cristianizamos en el siglo IV con la festividad de los Mártires, ahora Todos los Santos, y así un largo etcétera.
Las ciudades romanas como eslabón de un largo proceso de estructuración del mundo antiguo y a un mismo tiempo inicio de un largo periplo histórico que genera las actuales urbes, nos muestran esta realidad. Y Tarragona, la vieja Colonia Iulia Urbs Triumphalis Tarraco, no es una excepción.
 
Pasear por Tarragona
 
La importancia del pasado romano de Tarraco no pasa inadvertida por la magnificencia de sus monumentos como la Muralla, el Anfiteatro, la Cantera del Médol, la torre de los Escipiones… sino también por su integración en la ciudad medieval, moderna y contemporánea. Es algo que hace de Tarragona una ciudad muy especial donde aún se puede pasear por el mercado de verdura los miércoles y sábados en el lugar donde se celebra desde la Edad Media, junto a los viejos muros del Recinto de Culto Imperial y el Foro Provincial. Se repiten los rituales como el “pilar caminant”, es decir un “castell” humano que por la fiesta de Santa Tecla se desplaza a pie desde la Catedral hasta el Ayuntamiento, siguiendo buena parte del itinerario de las procesiones del culto al emperador, Corpus, Viernes Santo o de las festividades locales. Una ciudad especial en la cual la Catedral se construye sobre los cimientos del que sería el primer templo construido en honor al emperador Augusto, o que aún mantiene alcantarillas construidas en el siglo I.
Lo cierto es que la herencia del pasado de Roma es más importante de lo que nos imaginamos. No está sólo en las piedras, en el urbanismo, en las casas o en el subsuelo. Aparece de forma impenitente cuando menos nos esperamos. Por ejemplo, el día de la fiesta mayor de Santa Tecla, 23 de septiembre, coincide con el natalicio del emperador Augusto; y el de la fiesta mayor “pequeña” de San Magín es el 19 de agosto, cuando murió. Y recordemos que este importante personaje vivió dos años en Tarraco, convirtiéndola “de facto” en la capital del Imperio.
Pasear por Tarragona es un ejercicio de inmersión al pasado, de vuelta a los orígenes y de evocación a la eternidad. Son más de 2.600 años de vida urbana, que se dice pronto. Los primeros vestigios, sencillos y humildes como vasijas de cerámica, ánforas que contenían alimentos, son del siglo VII a.C., y nos evocan gentes que vivían, sentían, comerciaban con fenicios, griegos, etruscos, y que son nuestros antiguos ancestros. La Tarrakon ibérica se fusiona con el campamento militar que organizó Gneo Escipión en la lejana II Guerra Púnica (218-206 a.C.) que pronto será la capital de la Hispania Citerior.
Una ciudad de primer orden entre las provincias romanas, con sus murallas, sus templos, sus calles, sus mercados, su foro, sus edificios de espectáculos, pero también una ciudad donde el día a día se combinaba con el papel político derivado de su capitalidad. Gentes de todo el Mediterráneo llegaban, pasaban, estaban un tiempo o echaban raíces. Las viejas inscripciones -más de 1.500 según los últimos estudios epigráficos- nos hablan de sus oficios, de sus creencias, de sus orígenes: galos, itálicos, griegos, egipcios, libios, sirios, turcos, palestinos… por dar algunos ejemplos de los lugares de procedencia.
Y Tarraco fue la última morada de muchos de ellos, y casa solariega de sus sucesores. Los negocios, la vida militar, la agricultura, la administración, les dio la estabilidad para asentarse y mezclarse con los viejos cesetanos, tribu íbera de la zona, o con los primeros colonos itálicos. Una ciudad pues crisol de orígenes, formas de pensar, de creer y no creer, de vivir y también de morir.
Frente a la organización canónica de las ciudades romanas, fuera de sus murallas se organizaban los “suburbia”, o barrios extramuros. No pensemos que se trata del urbanismo a veces marginal de nuestras ciudades, con viviendas sencillas y hábitat de las clases más desfavorecidas. Los suburbios romanos podían ser esto, pero mucho más. En ellos tenemos residencias de clases altas, espacios de comercio, de fábricas, barrios tan normales como los intramuros, en incluso más ricos, como serian los de los puertos, dedicados al comercio y los servicios. Pero tienen una característica especial que aún se observa en ciudades orientales, especialmente del mundo islámico.
Estos barrios suburbiales se desarrollan de forma orgánica siguiendo las vías, los caminos, las calzadas de acceso a las ciudades. Y precisamente las leyes romanas establecían la prohibición de enterrarse dentro de los cascos urbanos, tras las murallas. Medida higienista donde las haya, con su correspondiente explicación religiosa o ritual.
 
Torre de los Escipiones
 
Esto provocaba que en los suburbios convivieran de forma natural los lugares dedicados a la vida con los espacios dedicados al enterramiento: las necrópolis o ciudades de los muertos. Serían zonas más o menos amplias, donde las gentes de la ciudad realizaban sus sepelios y rendían culto a sus antepasados. La arqueología nos muestra casas, villas suburbanas que con el tiempo se abandonan y se convierten en pequeños cementerios donde recibían sepultura las familias, sus esclavos e incluso sus clientes. En otros casos, el proceso es el contrario: sobre pequeñas necrópolis ya olvidadas se construyen viviendas suburbanas. Un ejemplo, aunque ya un poco distanciado del bullicio del centro de la urbe, es la torre de los Escipiones. Es un monumento del siglo I decorado con dos imágenes de Atis, divinidiad oriental. Su inscripción funeraria nos llama a recordar a los allí enterrados, representados con un relieve plano que sería el soporte de la pintura de un matrimonio de época romana. Construido junto a la Vía Augusta, era el mausoleo de unos ricos terratenientes de Tarraco. Así junto a las vías, mostraban su capacidad económica e invitaban al ejercicio de la piedad al pedir el recuerdo de los allegados y los viajeros. Ciertamente, tras veinte siglos su recuerdo perdura.
Y en estos cementerios, que en Tarragona los conocemos desde el siglo I a.C. hasta el V d.C. observamos cómo primero se practicaba la incineración, depositando las cenizas en urnas de barro, otros casos en urnas de vidrio, que demuestran una mayor riqueza económica y por tanto social. Ultimas moradas que humildemente se depositan en un hoyo o que se dejan en un mausoleo que ya muestra una clase social acomodada. Junto a ellas, especialmente a partir de los siglos I y II, se van imponiendo las inhumaciones, con sarcófagos de piedra, mármol, plomo, ataúdes, dispuestos directamente en la tierra, o también en mausoleos o recintos funerarios cerrados. Las clases más humildes utilizaban cajas formadas por “tegulae” o tejas planas, nuevas o recicladas, ánforas, cajas de losas de piedra…
Quizás el paso de la incineración a la inhumación nos indica una economía energética a la hora de tratar el cuerpo del fallecido. El coste de una pira funeraria es alto por la cantidad de combustible, y no todo el mundo se lo podía permitir. Y la necesidad de un sepelio honroso o asequible llevó a que los romanos se asociaran para poder garantizarlo, naciendo los “collegia”, las asociaciones funerarias, con sus cementerios propios. Es un claro precedente de las confradías y gremios de la Edad Media. El más allá les preocupaba como ahora.
Pero también el paso a la inhumación se debe a un cambio de mentalidad ante la muerte. Entender el hecho biológico no como el fin, sino como el inicio de otra vida conlleva la necesidad de conservar el cuerpo. El ejemplo de la cultura egipcia es claro, con los procesos de momificación. Los enterramientos no pocas veces se acompañan de objetos personales, desde los alfileres que sujetan el sudario, a cinturones, apliques, joyas del ajuar personal a ofrendas a los difuntos: lacrimatorios, botellitas de perfumes, juguetes, instrumental médico, platos, alimentos o las monedas para pagar al barquero Caronte para pasar la Laguna Estigia. El más allá está presente y el deceso se entiende como algo más que una simple realidad física.
En las casas de los romanos el espacio reservado a los antepasados era común. En un lugar preeminente como el patio o “impluvium” estaba el larario, pequeño altar donde se rendía culto, recuerdo a los mayores, a los dioses lares y los penates, protectores de la casa. Las excavaciones nos obsequian regularmente con pequeñas aras donde ardían ofrendas en su honor.
La mentalidad romana no se extraña ante la llegada de religiones de origen oriental, donde se da respuesta a lo que sucede tras la muerte: otra vida, la resurrección, el juicio de las Naciones… De la mano de comerciantes, de mercaderes, de militares, de modas… llega el culto a Mitra, el culto a Isis, el culto a Cibeles, el culto a Atis, el judaísmo, y también el cristianismo, que todos ellos dan respuestas a lo que hay tras el morir.
Roma es sincrética y adaptable. Estos rituales, estas creencias se entremezclan entre ellos y con las viejas tradiciones como el culto a los dioses manes, las ofrendas a los antepasados, los ágapes funerarios. En no pocas tumbas nos encontramos por ejemplo con conducciones que las conectan con el exterior, e incluso sobre ellas se construyeron las “mensae” (mesas) funerarias. Son el exponente claro de las ofrendas de alimentos a los fallecidos, y a la celebración de ágapes fúnebres con los antepasados, sobre su última morada… que será la de sus allegados. Precisamente donde se han localizado algunas de estas “mensae” es en la Necrópolis Paleocristiana, lo cual demuestra cómo los primeros cristianos de Tarraco tenían también tradiciones de claro origen pagano.
Las inscripciones funerarias nos indican no sólo la fe y las costumbres de los ancestros, con alusiones a los dioses manes, sino que se combinan también con las propias de su religión, como sucede con los cristianos. También nos hablan de sus oficios, de su origen, de las relaciones personales y familiares gracias a las dedicatorias. Son un excelente testimonio escrito de una sociedad tan rica y compleja como la nuestra.
Ciertas comunidades como la judía también están presentes en Tarraco, algunas inscripciones así lo testifican, como la de la famosa pileta trilingüe del Museo Sefardí de Toledo, procedente de nuestra ciudad. Es testimonio de una sinagoga en los siglos V-VI. Hace ya unos cuantos años, en la zona de Mas Rimbau-Mas Mallol, las excavaciones arqueológicas nos brindaron una amplia necrópolis de los siglos III a VII. Una de las tumbas, cubierta con losas de piedra, estaba decorada con una sencilla “menorah” o candelabro judío de siete brazos. Apareció también parte de una inscripción funeraria dedicada a un Samuel, y no pocas ánforas procedentes de la actual zona de Israel-Palestina-Líbano que evocan quizás el consumo de alimentos kosher. Pero lo más inquietante es la especial situación del cementerio, en una loma separada de Tárraco por una vaguada. Esta colina la conocemos como la Oliva, y la topografía nos recuerda la imagen de Jerusalén con el valle de Josafat y su gran cementerio. Quizás es casualidad, pero en este mundo pocas cosas quedan ya al azar…
Pero sin duda el cambio más radical en lo que se refiere al posicionamiento ante la muerte acontece con el cristianismo. En el 259, el obispo Fructuoso y sus diáconos Augurio y Eulogio son ejecutados en el Anfiteatro al no querer abjurar de su fe. Las cenizas fueron venerablemente recogidas y se enterraron en uno de los cementerios al uso, precisamente el que había junto a la vía que cruzaba el río Francolí. Sin duda, su tumba fue lugar de respeto y peregrinación de los primeros cristianos. Con la oficialización del cristianismo, a finales del siglo IV, se construyó una iglesia martirial y una serie de edificios que entendemos sería el episcopio o sede del obispo metropolitano de Tárraco. Posiblemente su promotor fue el metropolitano Himerio, personaje de gran importancia en su tiempo.
Alrededor de la iglesia martirial se desarrolló una importante necrópolis paleocristiana, una de las más importantes del mundo antiguo. Una variada diversidad de tumbas, desde las sencillas ánforas a los grandes sarcófagos de procedencia africana o itálica, las laudas sepulcrales de mosaicos, mausoleos… nos indican su riqueza. Y también nos dan un nuevo mensaje: la proximidad a los restos de los mártires es importante para conseguir llegar al cielo. Es la tradición del culto martirial y el enterramiento “ad sanctos” (junto a los santos).
El conjunto se complementa con una villa suburbana, quizás la residencia episcopal, y otra iglesia funeraria con atrio, que se puede entender como un monasterio del siglo V. Este importante conjunto paleocristiano continúa con fuerza hasta el siglo VI. Entonces empezamos a encontrar otros puntos de enterramiento.
Precisamente el final del Imperio romano, en el 476 implica que los obispos se conviertan definitivamente en los responsables políticos de las ciudades. Y en el caso de Tarraco, el principal espacio de representación del poder imperial es ocupado por el metropolitano. Nos referimos al Recinto de Culto Imperial, en lo alto de la colina de la ciudad, ya en transformación a lo largo del siglo V.
Es entonces cuando el obispo traslada allí su sede episcopal. Construye su nueva catedral, la Santa Jerusalén citada en el Oracional de Verona, libro de liturgia visigótica procedente de Tárraco. Junto a ella, se genera la correspondiente necrópolis como demuestran las tumbas de los siglos VI-VII excavadas en la actual Catedral de Tarragona. Una jarrita litúrgica con restos de incienso nos hablan de la tumba de un clérigo, y el espectacular sarcófago de Betesda en la fachada de del templo medieval apuntan hacia esta realidad.
Cuajan nuevas costumbres funerarias: el enterramiento junto a las iglesias. Y estas ya se construyen dentro de las ciudades, como veremos después a lo largo de la Edad Media hasta prácticamente los siglos XVIII-XIX cuando los cementerios pasan de nuevo a estar extramuros en virtud de una real cédula del rey Carlos III.
Pero Tarraco aún nos reserva algunas sorpresas. En el viejo Anfiteatro, escenario del martirio de Fructuoso y sus diáconos, en el siglo VI se erige una iglesia y a su lado una necrópolis de personajes privilegiados. Su baptisterio nos marca el rito inicial del cristiano, y sus tumbas, el fin, que no es más que el principio de la vida eterna.
Y en una casa de esta época, en el interior de la ciudad, las excavaciones arqueológicas nos descubrieron la tumba de dos niños de corta edad. No es un hecho extraño en las sociedades antiguas, e incluso hay casos en época medieval o posteriormente. Los infantes, los “albados” (niños bautizados que mueren antes de tener uso de razón) son almas puras que guardan la casa. Enterrarlos en ellas es un factor de protección ante los malos espíritus. Otra vez se mezclan las costumbres y las tradiciones.
Ciertamente, la muerte en Tarraco también es ley de vida, y el recuerdo de estas gentes de hace más de dos milenios está presente aún entre nosotros, con lo cual en cierta manera, están vivos en nuestro imaginario.

Joan Menchón Bes es arqueólogo municiapl del ayuntamiento de Tarragona. Este texto fue publicado en la revista Adiós Cultural número 116
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