jueves, 28 de marzo de 2024
Enalta
Revista Adiós

Javier del Hoyo


Escritor y Profesor Titular de Filología Latina en la Universidad Autónoma de Madrid.

| Filemón y Baucis, o el deseo de morir juntos

08 de septiembre de 2016

La mitología clásica nos brinda narraciones de extraordinaria belleza. En alguna se percibe la influencia de otras culturas vecinas, como la hebrea, cuyos relatos bíblicos han permanecido vivos hasta nuestros días. En algunos de sus mitos vemos que lo que

La mitología clásica nos brinda narraciones de extraordinaria belleza. En alguna se percibe la influencia de otras culturas vecinas, como la hebrea, cuyos relatos bíblicos han permanecido vivos hasta nuestros días. En algunos de sus mitos vemos que lo que realmente nos transmiten son los secretos deseos del hombre de alcanzar algo difícil o irrealizable. Ya hablamos en otro artículo de Sísifo y cómo engañó a la muerte para no ir al Más Allá, mito en el que se refleja el deseo del hombre de no morir nunca. En este número vamos a contemplar el anhelo de tantos matrimonios que, tras haber vivido toda una vida juntos, desean también morir juntos, porque no pueden soportar la idea de seguir en este mundo sin la presencia del otro ni de tener que enterrar a su ser querido.
 
Unos viajeros inesperados
 
El mito nos lo cuenta el mitógrafo latino Ovidio (43 a.C. - 17 d.C.) en el libro VIII de sus Metamorfosis. Nos dice el poeta que en otro tiempo los dioses Júpiter y Mercurio, deseando conocer la hospitalidad de los hombres, se transformaron un día en mendigos y emprendieron un largo viaje. Llegaron a Frigia, región situada al noroeste de la actual Turquía, en medio de una gran tormenta, y allí fueron pidiendo a sus habitantes un lugar donde guarecerse y donde poder pasar la noche. Pero aquellos hombres, recelosos de dos peregrinos cuya identidad desconocían, duros de mente y de corazón, se negaron a hospedarlos. Tan sólo un matrimonio de ancianos, Filemón y Baucis, les permitió entrar en su humilde cabaña. Era baja y reducida, cubierta de paja y cañizo. Tan pequeña era la choza que Júpiter y Mercurio tuvieron que agachar la cabeza para poder entrar.
Los dos eran de la misma edad, se habían casado muy jóvenes y habían envejecido juntos en aquella cabaña. Con su virtud y una austeridad admirable habían sabido sobrellevar los rigores con que vivían. Filemón les rogó que se sentaran en un banco sobre el que Baucis había colocado un poco de paja. Añadió luego hojas secas a las brasas que quedaban en el hogar y, a base de soplar, logró reavivar el fuego, para que pudieran calentarse.
Con amable sonrisa aceptaron los dioses lo que tan amorosamente se les ofrecía. Filemón echó agua caliente en una vasija para lavarles los pies. Les prepararon un asiento de madera de sauce, que ocupaba el centro de la habitación; tenía un mullido relleno de juncos, mientras que las patas y el armazón eran de mimbre. Filemón trajo unos cojines que reservaban solo para los días de fiesta, aunque también estaban ya viejos y gastados, pero los divi­nos huéspedes se sentaron gustosos sobre ellos para saborear la comida que estaban ya preparando.
Entonces la viejecita, con mano temblorosa, colocó una mesa de tres pies ante el banco de madera y, viendo que no se mantenía firme, introdujo un trozo de teja debajo de la pata corta; luego perfumó la tabla frotándola con hierbabuena y sirvió la pobre comida. Había aceitunas; cerezas silvestres de otoño, confitadas en un jugo espeso y transparente; un queso rústico y huevos asados bajo las cenizas del rescoldo. Todo lo sirvió Baucis en vasos de barro; trajo luego una jarra decorada y un bien tallado vaso de madera de haya, alisado interiormente con cera amarilla. El vino que trajo el honesto anfitrión no era ni muy añejo ni demasiado dulce, pero era el que tenían. Mientras comían, los anfitriones los entretuvieron con animadas conversaciones y dichos del lugar.
A continuación sirvieron las viandas calientes; más tarde las copas fueron retiradas con el fin de dejar sitio para el postre. Fueron servidas nueces, higos y dátiles, dos cestitas con ciruelas y aromáticas manzanas, y no faltaron tampoco uvas de la purpúrea parra; destacaba en el centro un blanco panal de miel silvestre. La comida resultó frugal, pero la mejor salsa fueron, sin duda, los rostros hospitalarios y bondadosos de los dos ancianos, en los que se reflejaba una gran liberalidad y candor.
Mientras disfrutaban saboreando las viandas y bebidas, Filemón observó que, a pesar de que les había llenado una y otra vez las copas, el jarro nunca se vaciaba y el vino llegaba en todo momento hasta el borde. Comprendió entonces, con cierto temor y sobresalto, a quiénes estaba albergando. Llenos de angustia, él y su anciana esposa, rogaron a sus huéspedes, con los brazos levantados y la mirada baja en señal de sumisión, que considerasen con benignidad aquel pobre convite y no se ofendieran por la defectuosa acogida. ¡Ah!, ¿qué podían ofrecer ellos a unos celestiales huéspedes?
En ese momento Filemón se quedó un momento pensando y gritó: “¡La oca!”. Sí, fuera, en el pequeño corral, tenían una oca, que constituía ya su única reserva de comida, y pensaron en sacrificarla enseguida para obsequiar a los dioses. Salen ambos corriendo, pero el animal es más ligero que ellos; con graznidos y aletazos escapa al jadeante viejo, forzándole a correr en todas las direcciones, hasta que por fin se adentra en la casa y va a refugiarse entre los forasteros, como pidiéndoles protección. Y la protección le fue concedida.
 
El reconocimiento
 
Los invitados, saliendo al paso del celo de los ancianos, les dijeron con una sonrisa en los labios: “¡Somos dioses! Para probar los sentimientos hospitalarios de los humanos hemos bajado a la Tierra. Vuestros vecinos se han mostrado desalmados y no escaparán al castigo; en cuanto a vosotros, dejad esta casa y seguidnos a lo alto de la montaña, para no sufrir sin culpa la sanción que aguarda a los culpables”.
Los viejos obedecieron. Apoyándose en sus bastones, emprendieron penosamente la subida del empinado monte. Les faltaba aún un trecho para llegar a la cúspide, cuando, volviendo atrás los ojos, contemplaron toda la campiña inundada, convertida ya en un inmenso lago; de entre todos los edificios, solo su cabaña emergía. Mientras observaban atónitos aquel espectáculo, deplo­rando la suerte de los demás habitantes, he aquí que la pobre y vieja ca­baña se transformó de pronto en un esbelto y rico templo; sostenido sobre columnas, brillaba la dorada techumbre y la paja del suelo se había convertido en brillante mármol.
Entonces Júpiter se dirigió con semblante bondadoso a los viejos, que estaban aún perplejos, y les dijo: “Dime tú, honrado anciano, y tú, su digna esposa, ¿cuál es vuestro mayor deseo?”
Tras intercambiar unas palabras con su esposa, respondió Filemón: “¡Quisiéramos ser los sacerdotes de ese templo! Y puesto que tantos años hemos vivido en plena armonía, haz que los dos muramos en el mismo instante; de ese modo no tendré yo que ver nunca la tumba de mi querida esposa, ni tendré que ser sepultado por ella”.
Su deseo fue realizado. Ambos fueron los guardianes del templo durante el resto de su vida, y cuando un día, curvados ya bajo el peso de los años, se encontraban juntos ante las gradas del altar pensando en el maravilloso destino que les aguardaba, de pronto vio Baucis cómo el cuerpo de Filemón se cubría de hojas, mientras que el suyo se transformaba también en verde follaje y en torno a sus rostros se levantaron sendas copas.
—¡Adiós, querida esposa! —balbució Filemón.
—¡Adiós, amado! —se repitieron mientras les quedó aún un hilo de voz.
Y así terminó sus días esta sencilla y digna pareja; él, metamorfoseado en roble; ella, en tilo. Y allí continúan juntos tras la muerte, inseparables, como lo fueron en vida.
 
Ecos bíblicos
 
En el transcurso del relato cualquiera ha podido identificar esta narración con algunos pasajes paralelos del Antiguo Testamento. Los dioses que buscan hospitalidad entre los humanos nos recuerdan la escena de aquellos tres huéspedes inesperados que se presentan ante la tienda de Abraham, junto a la encina de Mambré. También él fue rápidamente a preparar comida y bebida y, tras la cena, vino la promesa de una gran descendencia. El castigo a la ciudad, inundándola, nos recuerda tanto el diluvio como el castigo sobre Sodoma y Gomorra, con la misma indicación a los justos de que no vuelvan la vista atrás. Ya sabemos que volver la vista atrás le supuso a la mujer de Lot ser convertida en estatua de sal; y a Orfeo en el mito clásico perder definitivamente a su amada Eurídice cuando estaba ya saliendo del Hades. También la jarra de vino que nunca se agota nos evoca pasajes milagrosos en que la generosidad es recompensada con un dar sin agotar la fuente.
 
Pervivencia en las arte plásticas
 
El bellísimo mito ha sido llevado a la pintura repetidamente, sobre todo a partir del barroco. Dos momentos claves de la narración han sido inmortalizados por los artistas: el momento en que Baucis intenta agarrar a la oca para ofrecérsela a los dos peregrinos en comida. Así, es de destacar el cuadro de Rubens, pintado en 1632 que se encuentra en Viena, el de Jean-Baptiste Restout, de 1769, o el de Jakob dan Oost. Un segundo momento registrado en la pintura es aquel en el que se vuelven a contemplar la llanura anegada, y ellos son convertidos en dos árboles. Este motivo fue pintado también por Rubens.
La fábula también ha sido llevada a la ópera. Así, Charles Gunod estrenó en 1860 en París un Philémon et Baucis, basada en la fábula que La Fontaine escribió sobre este tema, apoyada esta a su vez en el relato de Ovidio.