jueves, 25 de abril de 2024
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Revista Adiós

Pedro Cabezuelo


Psicólogo clínico. pedrocg2001@yahoo.es

| VIRUX

01 de febrero de 2021

Un virus es un trozo de ácido nucleico rodeado de malas noticias / Peter Medawar

VIRUX

Artículo publicado originalmente en el número 145 de la edición de papel de noviembre de 2020.

Hace casi dos años cambié los sistemas operativos de mis ordenadores. Estaba harto de los virus, del antivirus, de las actualizaciones del programa antivirus, de poner al día las definiciones de los virus, de lo que no me dejaba hacer el antivirus, de escanear los dispositivos de memoria antes de conectarlos, de dudar incluso de pinchar algún dispositivo, del miedo a infectar mi equipo, a una pérdida o secuestro de mis datos… Demasiado tiempo y recursos empleados en estar pendiente de los dichosos virus. Demasiadas servidumbres, demasiado miedo.

De modo que, una vez consultado a mi gurú informático, decidí dar el paso y cambiar a un sistema en el que los virus son algo anecdótico: Linux. Varias son las razones. Unas son de tipo técnico, otras tienen que ver una parte social, humana. Pero ¿qué son los virus y qué analogías hay entre los biológicos y los informáticos?

Virus

En biología, los virus son unos agentes infecciosos que necesitan de otros organismos para reproducirse. Por sí mismos no pueden hacerlo, necesitan utilizar los mecanismos reproductores de otro individuo (una célula de otro organismo) para lograr su objetivo: hacer copias de sí mismos y propagarse. En ese proceso pueden llegar a producir graves enfermedades e incluso la muerte del sujeto infectado. O pasar prácticamente desapercibidos. Dependerá de muchos factores, entre otros del tipo de virus, de la carga viral (el número de virus que nos haya infectado de golpe) y del estado y “robustez” del sistema inmunológico del individuo. Hay más, desde luego, pero dejemos esa parte para los expertos en microbiología.

En informática, un virus es algo parecido. Se trata de un programa que entra en nuestro sistema sin permiso, sin que nos demos cuenta. Se instala, utiliza los recursos de la máquina para hacer copias de sí mismo y trata de reproducirse y extenderse a otros equipos por los medios para los que haya sido programado. Los fines suelen ser varios. Por ejemplo, demostrar la fragilidad de las defensas de un sistema, con fines didácticos o en pruebas de robustez. También se crean para espionaje industrial, o entre naciones. O lo más habitual: con fines delictivos, para obtener algún tipo de lucro o beneficio económico.

La robustez de los sistemas

En el caso de Linux, su fortaleza reside en varios aspectos fundamentales: cómo está diseñado técnicamente, cómo son sus “tripas” (basadas en un sistema muy probado y robusto como es UNIX), cómo se programó y cómo se mantiene. En cuanto a la parte técnica, a diferencia de los dos sistemas mayoritarios en informática personal (Windows y Apple OS), que son de código cerrado, Linux es de código libre, abierto. Esto significa que cualquiera que sepa y entienda puede ver y entender cómo está programado, cómo hace las cosas y cómo trabaja internamente. Tiene acceso al código, y puede por tanto enriquecerlo, mejorarlo, hacer innovaciones… En cambio, en un sistema de código cerrado sólo los programadores autorizados de la empresa correspondiente tienen acceso a ese código fuente. Normalmente son equipos grandes, de muchos programadores. Coordinados, sí. Supervisados, por supuesto. Pero cada uno suele trabajar en una parte del código, y como dice el refrán, cada maestrillo tiene su librillo. Cada uno tiene su propio estilo, puede llegar a una solución por distintas vías. Y aunque saquen adelante sus objetivos individual o grupalmente (p. ej., programar la parte que se encargue de regular el tráfico de entrada y salida de datos de la máquina o su comunicación con otras), es posible que esa tarea no se programe igual que si lo hiciera otra persona o grupo. En cualquier caso, siempre hay pequeños fallos, incongruencias, o cosas que no se han tenido en cuenta y que en cambio otros del gran equipo sí. O, al contrario, se han tenido en cuenta aspectos que otros no han considerado. Y eso produce desde fallos ocasionales de funcionamiento (por ejemplo, “cuelgues” esporádicos por condiciones inesperadas) hasta “agujeros” de seguridad que pueden ser utilizados con fines espurios, permitiendo la entrada, instalación y ejecución de programas no autorizados (virus) e incluso la toma de control del sistema de forma remota. Todo eso que hemos podido ver en películas o sufrir en nuestras propias carnes.

Decíamos que había una parte técnica y una humana que hacían que en Linux prácticamente no existieran virus. La parte humana tiene que ver sobre todo con su característica de sistema colaborativo. El acceso libre al código permite que haya muchas “versiones” distintas, llamadas distribuciones, (como Red Hat, Ubuntu…). Todos los que colaboran en la programación, desarrollo y mantenimiento de una “versión” de Linux tienen, como decimos, acceso pleno a su código. Así que, ante cualquier problema, fallo o agujero de seguridad, son miles de personas las que miran a la vez hacia el mismo sitio. Y lo que no ve uno, lo ve otro. Los problemas que surgen en Linux se exponen inmediatamente ante la comunidad, y se corrigen normalmente en cuestión de horas, cuando no en minutos. Cosa impensable en los sistemas de código cerrado.

Una empresa con un software cerrado normalmente lo vende a un precio cuando menos, jugoso. Tienen que amortizar la inversión de la fase de desarrollo y ganar dinero. Es muy celosa con su código, es su negocio. Así que no permite que nadie lo mire ni lo toque. Cuando hay un fallo (que siempre los hay) puede que le cueste reconocer que su producto no es tan bueno ni tan seguro como vendían. Si pueden, y la gravedad del fallo no lo impide, tratarán de ocultarlo hasta dar con la solución. Un sistema puede estar infectado, transmitiendo la infección y, aun sabiéndolo, la empresa creadora quizá no lo diga por miedo a que sus acciones o su prestigio se desmoronen. Sólo cuando arreglen el problema, publicarán el “parche” y aprovecharán para venderlo como mejora de seguridad, empaquetado junto a otros cientos de soluciones a problemas diversos de los que ni siquiera informaron. Nada que ver con los sistemas de código abierto. Todo está a la vista de todos, todos pueden aportar sus ideas para mejorarlo. Esa es su gran fortaleza.

Sistemas colaborativos

Para enfrentarnos a la pandemia actual por el COVID 19 los científicos de todo el mundo están actuando de forma colaborativa, al estilo de los sistemas de código abierto. La información se comparte prácticamente en tiempo real. Se han creado bases de datos donde se publican diariamente informes médicos y científicos a disposición de los investigadores. A diario se sabe lo que está pasando en la otra parte del mundo, cómo van allí las investigaciones, qué terapias están funcionando mejor. La secuenciación genética sirve para ver cómo va mutando en su expansión por los distintos países del globo. Lo que se descubra hoy en Europa lo sabrán en América y en Asia al levantarse. Las nuevas tecnologías han ayudado mucho a que los mecanismos de intercambio de datos sean ágiles y rápidos. La tecnología ayuda si se usa adecuadamente, si está en buenas manos.

Compartir datos e investigaciones evita que se repitan innecesariamente experimentos, que se dupliquen investigaciones básicas que puedan ser redundantes. Permite optimizar recursos económicos, pero también el recurso más valioso de todos: el tiempo. Tiempo que corre en contra de la población más vulnerable. Tiempo necesario para dar con la solución, con la vacuna. En el fondo, es algo parecido a lo que pasa cuando surge algún problema en Linux: cuantas más personas haya mirando hacia el mismo sitio, mejor. Cuanto más accesible sean las investigaciones, más fácil es que alguno pueda encontrar lo que viene bien para lo que tiene entre manos. Cuantos más investigadores compartan la información, más fácil será que se le ocurra a uno algo que no se le haya ocurrido a los demás. Hace falta, desde luego, un tiempo mínimo para ensayos clínicos y pruebas en animales y humanos. Ese quizá no pueda reducirse, pero es una razón añadida para no perder tiempo innecesariamente. Si se puede aprender rápidamente a partir de la experiencia e investigación de otros, mejor que mejor.

¿Qué podemos aprender?

Lo fundamental es que los virus no van a desaparecer, ni las enfermedades. Parece seguro que las pandemias tampoco. Precisamente por eso podemos y debemos extraer lecturas que nos sirvan para enfrentarnos mucho mejor a situaciones como la actual. Una es algo ya sabido pero que conviene recordar: que la globalización tiene aspectos negativos, como la diseminación en muy poco tiempo de un patógeno nocivo. Pero también los tiene positivos, como permitir el intercambio rápido de la información necesaria para combatirlo. Hay otra que tampoco es nueva: que el ser humano es capaz de lo mejor, pero también de lo peor. En momentos como los actuales hay quien se ha querido lucrar con la venta de material sanitario. Quien ha especulado con mascarillas, geles, EPIS… El hombre es lobo para el hombre.

Pero también hay muchos que han dado lo mejor de sí mismos, poniendo en riesgo su propia salud, como el personal sanitario, de seguridad, emergencias y miles de profesionales y voluntarios de distintos ámbitos. También hemos podido darnos cuenta de algo que, por obvio, quizá no nos parábamos a pensar: la importancia de los servicios básicos. Comida, bebida, limpieza, higiene. Nada de ello nos ha faltado en los países desarrollados. Muchas personas con carreras, doctorados y buenos trabajos, se han tenido que quedar en casa, mientras que otras con trabajos menos cualificados y peor remunerados, no han podido quedarse protegidos en su casa y se han encargado de que sigan funcionando los suministros de agua, energía y productos básicos. De este modo, hemos seguido teniendo agua potable y electricidad, y ha seguido funcionando la nevera en la que se conserva la comida que otros (que tampoco se han podido quedar confinados y a salvo) han cultivado, recolectando, transportado y comercializado.

Son muchas las lecturas que podemos extraer, como individuos y como especie. Algunas permiten mirar el futuro con optimismo. Pero otras nos llevan a hacerlo con cierto pesimismo. Mirando al pasado, podríamos haber aprendido de la gran pandemia que hubo en Roma en tiempos de Marco Aurelio y que duró 15 años. O de la gripe de 1918 que mató a unos 100 millones de personas. O de las más recientes epidemias de Ébola, SARS, o la gripe Aviar. Pero parece que en 2.000 años no hemos aprendido gran cosa. La humanidad sigue gobernada por políticos, que son los que toman las decisiones. Los científicos casi nunca tienen la última palabra, y sus opiniones y recomendaciones se descartan muchas veces en favor de criterios económicos. ¿Qué debe primar entonces, la economía o la salud? Hay quienes dicen que la primera, y quienes opinan que la segunda. Hay también quienes creen que debe buscarse un equilibrio entre ambas, buscando el modo de convivir con el virus. Que deben establecerse estrategias adecuadas de prevención y control que permitan minimizar los contagios y sus efectos, pero sin paralizar la actividad económica para evitar una recesión que tendría (y está teniendo) efectos muy perniciosos. Este enfoque que balancea ambas posibilidades probablemente sea el más adecuado, pero lo que deberíamos aprender de una vez por todas es a cambiar el modo de enfrentarnos a los problemas que nos afectan como especie. Y no sólo a las pandemias, sino también a cualquier otro que afecte a un grupo humano importante. Deberíamos fijarnos y aprender de cómo se solucionan las cosas en los sistemas abiertos y colaborativos. Permiten mucha rapidez y robustez en las soluciones, al contrario de los sistemas cerrados, aislados. No hay más que ver la rapidez con que se está llegando a la vacuna contra el coronavirus. Ya hay varias que son de aplicación inminente. Aunque sus efectos sólo podrán verse con el paso del tiempo, todo indica a que doblegaremos al virus en un tiempo récord. Todo ello gracias a que la comunidad científica ha compartido gran parte de sus investigaciones y conocimientos básicos sobre el patógeno y su funcionamiento. Luego están los distintos laboratorios, sus accionistas, las patentes, la “propiedad” de la vacuna, la fabricación a gran escala, su precio y la distribución a toda la humanidad. De nuevo aflorarán criterios económicos y veremos hasta donde nos comportamos como una especie solidaria o como pequeños grupos interesados y egoístas. Personalmente no soy optimista al respecto, pero me quedo con la que es, a mi juicio, la lección más importante: que todos al unísono somos capaces de solucionar casi cualquier problema en poco tiempo. Ya veremos si somos capaces de recordarlo o cuánto tiempo tardamos en olvidarlo.

Fotografía: Jesús Pozo