El colaborador y asesor de literatura infantil de ‘Adiós Cultural’, Javier Foneca, participó el pasado sábado en el acto “El recuerdo que nos une” que Funespaña organizó en el Cementerio Jardín de Alcalá de Henares para homenajear y recordar a las personas fallecidas por la pandemia en España. Javier perdió a su padre y estas son las palabras que pronunció.
No sé si lo recuerdan, pero el 26 de marzo nevó en Madrid. Era como si la primavera nos avisara de que no iba a ser igual que otros años. Cinco días antes, mi hermano, mi hermana y yo tuvimos que sortear quién de los tres entraría a despedirse de mi padre, contagiado de COVID19, en la residencia donde vivía.
Como muchas otras familias, no tuvimos ni hemos tenido aún oportunidad de reunirnos, de abrazarnos y llorar juntos su pérdida. Estoy seguro de que lo haremos en cuanto sea posible.
Lo que sí tuvimos claro desde el principio es que, a pesar de las restricciones, necesitábamos celebrar su partida, hacer un ritual de despedida, porque los rituales son importantes. Nos acompañan en los momentos más trascendentes de la vida y la muerte es el mayor de todos. Son más que signos, más que simples coreografías. Cuando se hacen desde el corazón dan vida a emociones y sentimientos que de otra manera no salen. Tienen el poder de los símbolos, que sellan esos momentos con mucha más intensidad que la propia realidad. Y, además, son una manera de exteriorizar y compartir esas emociones y recuerdos. Los rituales de despedida honran a quienes se dedican y sanan a quienes los hacen.
En estas circunstancias, a mi familia se le ocurrió un sencillo ritual para afrontar la pérdida de una manera algo más natural. Es solo un ejemplo. Lo bueno de los rituales es que podemos adaptarlos a nuestras necesidades y situaciones concretas, llenarlos de significado desde nuestra experiencia, creencias, cultura.
Y eso es lo que hicimos. Hijos, hermanos, sobrinos, nietos... creamos un libro de condolencias adaptado a la situación: abrimos un grupo de wassap en el que volcar recuerdos de mi padre. En él volvimos a ver al padre que nos despertaba con la Sinfonía del Nuevo Mundo, al hermano que cubría las trastadas de los suyos; al tío que repetía chistes y canciones, al cuñado siempre con una herramienta en la mano en la casa familiar; al abuelo que repitió todo esto e inventó mil cosas más para sus nietos... Aparecieron fotos viejas, algunas auténticos incunables desconocidos para los más jóvenes; confesiones que nos hicieron reír, otras que nos hicieron llorar, algunas que nos sonrojaron; poemas que escribió en su juventud y guardaba en secreto su hermana... Aún ahora, de vez en cuando, alguien reaviva el grupo compartiendo algo que ha visto u oído y que le ha recordado a Julián.
Mi padre falleció el 23 de marzo. Mi hermano Miguel fue el único que pudo pasar unos minutos con él dos días antes. Nos dijo que al verle a su lado se rio. Nadie de su familia ni de su entorno afectivo más estrecho pudo acompañarle en el momento de su muerte. Como ha ocurrido con millones de personas en el mundo.
Pero mi padre y todas esas personas no se habrán ido por la puerta de atrás desde el momento en que los recordemos, los celebremos y los honremos en actos como este. Pero también desde el momento en que una sola persona los recuerde, los celebre y los honre con una vela, una oración, una fotografía, un canto, un poema, volviendo a ver su película favorita o abriendo una lata de berberechos y una cerveza para brindar por ellos y susurrar su nombre.