viernes, 19 de abril de 2024
Enalta
Revista Adiós

Roberto Villar


Guionista, con una experiencia que empieza a ser demasiado larga.
Escritor.
Su última novela: "tus dos nombres"
 

EN VIAJE | SIGMUND FREUD: LAS HERIDAS Y EL HUMOR

27 de octubre de 2020

La muerte es la compañera del amor. Ellos juntos rigen el mundo. Ilustración: Miguel Villar

SIGMUND FREUD: LAS HERIDAS Y EL HUMOR

Empiezo por consignar un curioso hallazgo. Acabo de comprobar, una vez releídas estas páginas, que todos los temas que se tocan en este artículo están de plena actualidad. Un cometido que, en principio, no perseguía. El azar, a veces, ordena el mundo. Actuales son el Principio del placer, al que, incluso sin ser del todo conscientes de ello, perseguimos. Igualmente actual es la Pulsión de muerte, que, inevitablemente, nos acompaña en nuestro camino. Hoy resurgen con fuerza las ideologías de ultraderecha. La humanidad -actualmente, siempre- se debate entre la necesidad de aceptar el escalón en el que está ubicada en el Universo y la Naturaleza, y sus impulsos de progreso. Perogrullo se me acerca ahora y me susurra al oído que cualquier cosa que escriba estará, necesariamente, de actualidad. Yo, asiento algo derrotado.
No pretendo convencer a nadie de las bondades del Psicoanálisis, aunque adhiero fervientemente a esta teoría científica y filosófica. Ni defenderla de quienes, precisamente, no la consideran ni científica ni filosófica. Lo que quiero, es escribir acerca de la vida de un hombre. Alguien que, como tantos, sufrió grandes penurias, las cuales, sin embargo, no lo hicieron claudicar de sus búsquedas intelectuales, filosóficas y científicas. Y sin perder el sentido del humor (aun perdiendo hasta partes de sí mismo -y no es una metáfora-).
Freud publicó El chiste y su relación con el inconsciente en 1920. Allí describió algunos de los mecanismos mediante los cuales el inconsciente emerge a la consciencia. Los chistes, los actos fallidos, muchos “errores” y sorpresas de nuestra conducta cotidiana que el inconsciente usa para expresarse, se construyen con las mismas herramientas de las que se vale la poesía: condensación, desplazamiento, doble sentido, etc. El esqueleto -por decirlo rápidamente- de un chiste -incluso de uno muy malo- es el mismo que el de un poema - incluso el de uno muy malo-. No es mi objetivo ahora extenderme sobre este tema, sólo hacer notar que Freud estudió, investigó y sentó las bases de estos mecanismos de un modo implacablemente científico.  A su vez, y esta es una apuesta digamos personal, basada en la lectura de esta y otras obras de Freud -y aún en la observación de muchas fotografías en las que aparece- ejerció de manera cotidiana un fino e irónico sentido del humor. No es que lo imagine sentado a una de las mesas del café Latman, de Viena, leyendo la prensa y soltando gracietas a costa del gobierno, de personajes del mundo científico y artístico o de algunos de los parroquianos, para regocijo de sus compañeros de mesa. Sin embargo, no me cuesta nada figurármelo filtrando, a través del humor -esa elevada forma de la inteligencia-, todo cuanto leía y observaba.  Incluso durante los más delicados momentos personales que le tocó vivir. Que no fueron pocos.
Sigmund Freud murió en 1939. En el número 20 de Maresfield Gardens, en Hampstead, uno de los suburbios de Londres. Allí vivió el último año de su vida. Hoy, esa bonita casa es un museo, donde, entre otros queridos -e incluso míticos- objetos se puede apreciar su famoso diván, traído junto a todas sus pertenencias desde Viena. Él, acompañado de su familia, se había visto obligado a huir de aquella ciudad, donde, por cierto, existe otra casa-museo dedicada a recordarlo. Un casi octogenario Freud se resistió cuanto pudo a ese traslado propiciado por el avance nazi sobre Europa. Forzado por el mal. Empujado por Tánatos.
Sus dos hijos, Ernst y Martin, habían combatido en la Primera gran guerra. Tuvieron la fortuna de regresar con vida. Quien sí moriría en 1920 sería su hija Sophie. Años más tarde, le detectaron al científico y pensador un carcinoma de paladar, causado, seguramente, por su afición al tabaco. Luego, este cáncer inicial derivó en uno de mandíbula que hizo necesario insertarle una prótesis. Al mal que acabaría con su vida, lo llamó “Mi querida neoplastia”, y a la sustitución mecánica de su mandíbula, “El monstruo”. Humor inteligente para oponer a las heridas.
Herida, es una palabra que, en la vida de Sigmund tuvo una relevancia radical. Él, un hombre herido en muchos sentidos, fue quien, precisamente, le infligió la tercera herida al narcisismo de la Humanidad.
El primero de los golpes a nuestra egolatría nos lo dio Nicolás Copérnico. Hasta que no publicó su modelo heliocéntrico -el mismo año de su muerte- el Hombre creyó que la Tierra, su casa, era el centro del universo, y que el resto de astros se movían alrededor de ella describiendo órbitas. Actualmente, como bien sabemos, algunos siguen adhiriendo a la teoría anterior a Copérnico, pero, aunque su necedad les impida aceptarlo, están igualmente heridos por esta primera afrenta cosmológica.
Darwin bajó los humos de la Humanidad por segunda y demoledora ocasión, cuando, en el siglo XIX, publicó su teoría de la evolución. Eres un animal más -le dijo al Hombre. Evolucionado, de acuerdo, pero compartes más de lo que crees con los monos, por ejemplo. Y aún con las moscas que, superior, apartas de un manotazo. Además, Darwin señala que, esto que somos hoy, no es nuestra última versión. Espérate y verás, hombrecillo. La biológica, entonces, ha sido la segunda afrenta asestada al narcisismo humano.
Pese a haber sido duramente herido en estas dos ocasiones, el Hombre aún se cree dueño de sí mismo, juzga una obviedad que todas las decisiones que toma son dictadas por su consciencia. Entonces, llega Freud para meternos el tercer gol: procesos de los que no somos conscientes influyen decisivamente en nuestras vidas.
En sus propias palabras describe esta terrible tercera herida: “El psicoanálisis es la última de las graves humillaciones que el narcisismo, el amor propio del hombre en general, ha recibido hasta el presente de la investigación científica. (…) Finalmente vino la humillación psicológica: el hombre que sabía que ya no es ni el señor del cosmos, ni el señor de los seres vivos, descubre que no es ni siquiera el señor de su psiquis.”
Finalmente, y después de una fuerte presión internacional, los nazis autorizan a Freud y familia a abandonar Viena. Antes, eso sí, lo someten a una última humillación: dejar constancia por escrito del “excelente trato” recibido por parte de las autoridades alemanas. Ejerciendo nuevamente el saludable escudo del sarcasmo, el anciano científico escribe a modo de despedida: “De todo corazón puedo recomendar la Gestapo a cualquiera”.
Un año más tarde muere en su casa de Londres. En realidad, exhausto ante tanto sufrimiento, “decide” morir. Ejerce el derecho de elegir el momento. Otro acto, como el humor, decisivamente humano, humanitario y revolucionario. Un modo de vencer al Mal, al negacionismo, a la cerrazón. Una rúbrica coherente con su historia para el final de su vida.
robertovillarblanco@gmail.com