jueves, 25 de abril de 2024
Enalta
Revista Adiós

Yolanda Cruz


Periodista y directora del Festival de Cortometrajes 'Visualízame'.

VIVENCIAS | Para después

21 de abril de 2020

"Con ella estoy avisada, soy consciente de que cada una de mis visitas son una despedida, su vuelo solo está retrasado, no va a avisar a nadie, ni a ella".

Para después

Las vivencias que marcan definitivamente nuestra vida acontecen por sorpresa, la mayoría de las veces. Para que el carácter sorpresivo lo sea, nos encuentran desprevenidos, incluso los acontecimientos a los que somos conscientes de que, tarde o temprano, tendremos que asistir. Cuando el padre o la madre muere, cualquiera que sea la edad que paseemos, nuestra posición primaria de hijo o hija será invadida por el espacio frío y desentrañable de la ausencia, una falta que parece materializarse y espesar el aire que respiramos, mientras clausuramos el viaje que fue su presencia en nuestra vida. Él o ella muere y tenemos que dejar al niño o a la niña que fuimos, asustados, solos y tristes en el dormitorio “no te preocupes, quédate aquí, yo los atiendo y cuando se vayan vengo, calma”… y allí te quedas, encogida en un rincón de la cama, ese desde el que crees que dominas toda la nave, donde nada puede alcanzarte. Te aferras a un jersey, te embutes debajo de la manta y allí, al resguardo de cualquier mirada, lloras sin saber que lo haces, mientras abajo, con las visitas, solucionas, recibes, escoges, agradeces y despides a cada una de las personas que, esperadas o no, se han acercado a esa intimidad rasgada y rota, para ofrecerse a recordar contigo, y, a la vez, para buscar tu abrazo o una sonrisa ante el recuerdo con el que te obsequian, un recuerdo que necesitan compartir contigo para no desaparecer en la memoria del finado.
 
Fuera, igual llueve que no. Igual el viento desgreña los árboles con ruido o arrastra la misma bolsa de plástico en remolinos, de aquí para allá, por toda la calle. Dentro, los rostros, las voces y las manos siempre a tu alrededor, te rozan de tanto en tanto y empiezas a reconocerlos y a reconocerte como la hija que ha perdido al padre, un papel que no has pedido, que no quieres. Las caras y brazos se buscan entre ellos y puedes alejarte un poco del sofoco de su pena, unos metros te bastan. Te escabulles hacia otro grupo, hacia otra despedida en la que nadie te conoce y buscas unos peldaños donde sentarte y observar, desde lejos, tú perdida, su ausencia y asumir que hay firmas, conversaciones, agradecimientos y decisiones que no pueden esperar a que vuelvas a oír y ver con claridad.
 
Después de una noche sin tiempo, de nuevo las caras y los brazos, algunos. Alguien lee, no sabes ni qué ni por qué, ahora flores, abrazos, besos, quejidos, cemento y silencio. Te aseguras de que todos entiendan que te vas, que ya has asistido a la última cita que teníais, una cita sin intimidad, sin charlas, sin su voz, su flequillo y sus manos, ya está. Nadie te va a decir cómo va a ser mañana, ni qué hacer con las conversaciones que no has podido mantener con él ni con las discusiones que nunca vas a ganarle. Ya está. Y tú, la única sabe todo lo que te falta por aprender, por preguntarle y por consultarle, tú, que sigues allí arriba, en la habitación, escondida bajo las sábanas esperando que todo pase. Entonces no sabes que ese todo no pasa, solo transcurren los días, uno tras otro, con paciencia. El tiempo te espera sin dejar de mirarte a través de la ventana, acostumbrado a que pienses que, desde fuera, no puede hacerte nada. Él sabe que, en algún momento, la niña saldrá de esa cama y te acompañará. Te tomará de la mano y te ayudará a sobrellevar la memoria. El tiempo sabe que terminarás esas conversaciones cuando lo necesites, que olvidarás vencer en las discusiones y que todo lo que desconocías saber ya lo habías aprendido.  
 
Él dejo de estar primero. La niña asustada apenas pudo serlo un instante, durante una llamada, buscó a su alrededor a la madre y la encontró replegada, enfadada y distante. Así, como si hubiera una edad para ser hija y esta desapareciera cuando el padre muere, se quedó fuera del cuarto de juegos para siempre.
 
Las personas mueren en el instante en el que nos enteramos de su fallecimiento, no antes. Para evitar la locura que podría suponernos ser conscientes de que cualquiera de los momentos que vivimos puede ser el último, dejamos reposar esa certeza en algún rincón del laberinto de nuestro inconsciente. Compartimos llamadas, comidas, paseos, risas y preocupaciones con nuestros seres queridos: familia, amistades… y disfrutar de ellos exige que esa certeza permanezca muda. Sin embargo, cuando se nos avisa de que el tiempo apremia a alguno de ellos, se nos despierta el temor de no terminar lo inconcluso, de no vivir aquello que aplazamos, de desperdiciar las palabras no dichas o los besos reservados. A veces, la alerta es un obsequio y puedes extender el arsenal de emociones y palabras a los pies de esa persona a la que quieres, mejor o peor, pero con urgencia. A veces el tiempo te permite decir adiós, sentir el alivio de haber dicho o haber hecho, pero otras no. Personalmente, creo que ni con todos los preavisos que hubiera podido recibir, habría contado con espacio suficiente para preguntar, contar, abrazar, escuchar, oler, besar y jugar con el flequillo de mi padre. Sin embargo, me gusta recrear alguna liturgia particular que me permite compartir momentos con él, e incluso más de una sonrisa, cuando compruebo que siempre sé qué me diría en cada una de las circunstancias en las que le hubiera consultado. Prefiero recordarlo el día de su cumpleaños que celebrar el aniversario de su muerte.
 
Ahora, es ella la que inicia un último viaje que espero le sea leve. Estas semanas de confinamiento coinciden con su momento. En principio, parecía que arreglar el embozo de la cama, en el área de observación de urgencias del hospital donde la ingresamos, iba a ser el último gesto de cuidado que podría ofrecerle, pero su avanzada edad y lo avanzado de su “tarjeta de embarque” le han obsequiado con un visado de vuelta a casa. Ella espera el día de la partida, rodeada de objetos que la ayudan a fortalecer sus ya borrosos recuerdos, arropada por los cuidados de su familia y la vigilancia atenta de su gata. Con ella estoy avisada, soy consciente de que cada una de mis visitas son una despedida, su vuelo solo está retrasado, no va a avisar a nadie, ni a ella, y yo no quiero que esas despedidas lo sean. Aprovecho para jugar con ella como nunca lo había hecho, y, como si pudiera darse cuenta, evito que vea en mis ojos tristeza o que alguno de mis gestos, al irme, la alerte. Ya sé cómo y cuándo la recordaré y rendiré homenaje cuando su ausencia se sume a la de mi padre, mientras, sigo sin despedirme, aprovecho sus momentos de lucidez para perderme de su mano por su memoria y, aprendérmela.

Fotografía: Jesús Pozo