domingo, 29 de junio de 2025
Enalta
Revista Adiós

Pedro Cabezuelo


Psicólogo clínico. pedrocg2001@yahoo.es

Firmas | La Negación, negando voy, negando vengo

19 de julio de 2019

“No hay peor ciego que el que no quiere ver” Refranero popular

La Negación, negando voy, negando vengo

A Mediados de abril mi hija comentó durante la comida que le dolía el oído. “Iremos al médico esta tarde”, le dije. Sobre las cinco salimos hacia la consulta, a unos diez minutos andando. Cuando estábamos llegando comencé a tener un fuerte dolor en el pecho. Me costaba respirar, empecé a sudar abundantemente y noté como un hormigueo en los brazos. Entré en la consulta y comuniqué en la recepción que veníamos a que nos vieran a los dos. Esperando nuestro turno, mi hija me preguntó qué me pasaba, que por qué estaba sudando tanto. Le contesté, tratando de no asustarla, que sería una subida de tensión, que ahora nos vería el médico. Cuando nos tocó entrar expuse como pude el motivo de consulta de mi hija. Le exploró el oído y descartó infección alguna, prescribiendo un analgésico antiinflamatorio. Indiqué a mi hija que esperara fuera y le conté al médico lo que me ocurría.

Rápidamente me auscultó, me tomó la tensión y sus palabras fueron: “Tiene la tensión altísima. No es infarto aun, pero está teniendo usted una angina de pecho. No tengo electrocardiógrafo, de modo que tómese una pastilla para bajar la tensión y acuda inmediatamente a urgencias para que le hagan un electrocardiograma”.

Salí de la consulta y me dirigí a la farmacia más próxima a por las pastillas. No tenían, así que me fui a otra. Las compré y me tomé una. Y ya que estaba junto al supermercado, decidí entrar a comprar algunas cosas que necesitábamos. El dolor se hacía cada vez más intenso. Pagué y me dirigí a casa. No sé bien cómo pude llegar. Lo único que pensaba es que la niña no podía verme caer desplomado al suelo. Esa debió ser la fuerza que me mantuvo en pie y andando hasta que llegué a casa. Le dije a mi hija que se fuera a su habitación a hacer los deberes y me derrumbé en el sofá. Cuando mi mujer me vio, enseguida se dio cuenta de que algo malo pasaba.

Le conté lo que me había dicho el médico, a lo que contestó que nos íbamos a urgencias enseguida. Yo me negué, y propuse que esperáramos diez minutos a ver si se me pasaba. Ante mi negativa, poco menos que tuvo que arrastrarme hasta el taxi que nos llevó al hospital .Al llegar a urgencias me atendieron inmediatamente. Me pusieron electrodos, me hicieron electrocardiogramas, me llenaron de cables, de vías y me suministraron todos los medicamentos pertinentes, incluyendo un par de dosis de cloruro mórfico para el dolor, que no disminuía.

No tardaron en darme el diagnóstico: infarto agudo de miocardio.

Rescaté del baúl del olvido un dolor parecido que tuve en el pecho el día anterior (que remitió enseguida), se lo conté al médico y me dijo que casi siempre hay un aviso previo a un infarto. También recibí una regañina por su parte –aunque dulce y con mucho tacto– por no haberme dirigido de inmediato al hospital y haber perdido tanto tiempo, el cual es importantísimo en los casos de infarto de miocardio o ictus cerebral. Enseguida me pasaron al quirófano, donde me implantaron un “stent” para desbloquear la coronaria atascada y restablecer el flujo sanguíneo. De ahí pasé a la UVI, donde permanecí unos días.
Después me llevaron a planta y fui dado de alta dos semanas más tarde.

Cuando no vemos lo evidente
Es obvio que algo pasa cuando no vemos lo evidente. Un servidor pasó catorce meses en el servicio de urgencias de un hospital. Y en ese tiempo vi ingresar un buen número de infartos, anginas de pecho y dolores precordiales. Conozco los síntomas perfectamente, y si veo a alguien con los que yo tenía aquel día, llamo al 112 sin dudarlo, sin darle tiempo a que se resista ni un solo minuto.

 Pero fui incapaz de verlo en mi propia persona. Todos tenemos una representación mental de lo que ocurre cuando alguien sufre un infarto. La dificultad está en poder verlo cuando le ocurre a uno.

Estando ingresado, un día coincidieron tres buenos amigos de visita en mi habitación. La pregunta que me hizo uno de ellos fue la misma que me hicieron muchas personas. “Pero ¿cómo se te ocurrió irte al súper en ese estado? ¿Cómo no te diste cuenta de lo que te estaba pasando, si era evidente?” Mi respuesta fue que se debía básicamente a un mecanismo psicológico que se llama negación, que sirve para evitar tener que enfrentarnos a lo que no queremos ver.

A raíz de esa respuesta cada uno asoció con algo que les había ocurrido a ellos. Tres historias que sirvieron para hacer-nos reír un buen rato, y de paso, aliviar algo la angustia.

R. comenzó con la historia de su padre. Este se encontraba un día en el huerto trabajando cuando, de repente, sintió un dolor en el pecho y hormigueo en los brazos. Tampoco se le ocurrió que pudiera tratarse de un problema coronario. Por lo visto, su mente le indicó que para mitigarlo tenía que hacer flexiones y otros ejercicios. Como no remitía, decidió ir andando al hospital, a unos dos kilómetros. Conducta que reprobó más tarde el médico mientras le atendía en urgencias de un infarto
C. continuó con lo que le pasó a su tío. Los síntomas: dolor en el pecho y sensación de ahogo. Su mujer tuvo que insistir para que fuera a urgencias. Allí le exploraron y le informaron de que tenía tal obstrucción en las coronarias que estaba a punto de tener un infarto. Que debía quedarse ingresado para tratarle inmediatamente. Su respuesta fue contundente: “No puede ser, mañana tengo una boda”. Se negó a quedar ingresado a pesar de la insistencia de los médicos. Recibió un tratamiento de choque, algunas recomendaciones, y al día siguiente fue a la boda. Gracias a las prescripciones y el tratamiento no llegó a tener el infarto y fue tratado satisfactoriamente después de la ceremonia.
O. contó una historia propia. En su caso no se trataba de una afección cardíaca, sino de una apendicitis. Ese dolor es muy intenso, y su mujer le insistía en que debían ir a urgencias de inmediato. Pero O. se negó. En lugar de coger los papeles del médico y dirigirse al hospital, lo que cogió fue la ropa de deporte, las zapatillas y se fue a correr. Afortunadamente el dolor le obligó a volver enseguida, pero el retraso y el ejercicio que hizo estuvieron a punto de provocarle una peritonitis.

Las defensas
Tuve tiempo para pensar mientras permanecí ingresado. Sobre las defensas, el infarto, mi incapacidad para verlo, sobre cómo reaccionamos ante algo duro e in-esperado. “No hay peor ciego que el que no quiere ver”, dice el refrán. Técnicamente, la negación es un mecanismo de defensa que se activa frente a una realidad intolerable. Esa es su vertiente instrumental, la que sirve para protegernos de lo que no queremos ver. Pero las defensas también tienen una contrapartida dañina: disminuyen nuestra capacidad de adaptación al medio. Pueden incluso hacer que nuestro cuerpo sucumba ante lo real: si no se tratan con urgencia determinados síntomas o cuadros clínicos, el resultado no será otro que la muerte.

La realidad terminará imponiendo su ley. En aquellos largos días de hospital pude reflexionar sobre algo sabido, aunque quizá no suficientemente pensado: que nadie escarmienta en cabeza ajena. “Esto no me puede estar pasando a mí”. Nuestro inconsciente niega que lo que está ocurriendo vaya con nosotros, se encarga de hacernos creer que eso les pasa siempre a los demás. Y no escarmentamos. Según los médicos, al cabo de tres años la mitad de los infartados vuelve a su anterior estilo de vida. Ese olvido, esa vuelta a las andadas –cuando se pasa el miedo–, es consecuencia de la omnipotencia, de la fantasía de inmortalidad que acompaña al narcisismo. Quizá fray Luis de León se refería a este tipo de comportamientos, en los que uno se empeña en no hacer caso a los avisos del propio cuerpo, cuando escribió que “a mano de su antojo, el tonto muere”.

No en vano, y volviendo a recurrir al refranero, el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. Entonces, ¿debemos vivir permanentemente preocupados por nuestra salud y nuestros síntomas? A mi juicio no. Vivir continuamente pendientes de posibles enfermedades y sobresaltarnos ante la más mínima manifestación de nuestro cuerpo no es agra-dable ni recomendable. Más bien sería algo propio de alguien que sufre algún tipo de trastorno hipocondríaco. Pero en ocasiones, ante ciertos síntomas evidentes, claros y conocidos, en lugar de pensar que la cosa no va con nosotros sí que sería aconsejable pensar y actuar como si lo peor pudiera estar pasando. Otra cosa es quién le pone el cascabel al gato.