Hay toda una leyenda alrededor del Morrón de la Tolocha, una elegante montaña que se eleva a casi ochocientos metros de altitud, dueña y señora del Bajo Aragón, agigantándose junto al cauce del río Guadalope, muy cerca de Calanda, tierra de melocotones, de tambores que resuenan incesantemente y patria chica de Luis Buñuel.
Si atraviesas centenares de metros entre pinares, jaras salvajes, campos de olivos y caminos encrespados y cuidadosamente diseñados para el senderismo, te montas en el pico del morrón, y puede que te lleguen efluvios de misterio y misticismo, de viejos santuarios precristianos, de sonidos que se quedaron en el tiempo procedentes de ritos, sacrificios y prácticas negras realizadas por brujas y hechiceros.
(Desde la cima del Morrón de la Tolocha, en el Bajo Aragón, se aventaron las cenizas de Luis Buñuel.)
Es un lugar misterioso y plagado de reminiscencias sagradas y paganas, que ha visto pasar los siglos desde su presencia monumental e imponente.
También, si te dejas llevar por los aires que te envuelven en ese pico elevado de la Tolocha, puedes percibir el aroma de un buen Martini seco, muy cargado de ginebra, el humo de tabaco negro, y toda una existencia intensa, trufada de guerras, exilios y destinos encontrados e inciertos, de uno de los más grandes creadores de la historia cultural del siglo veinte, gracias al revuelo engendrado por las cenizas de Luis Buñuel, que fueron esparcidas en ese lugar mágico, años después de la desaparición del cineasta.
Cuentan crónicas y noticias, a veces contradictorias, que, después la muerte de Luis Buñuel, acaecida durante la madrugada del 29 de julio de 1983 en un hospital de Ciudad de México, y tras un proceso de enfermedad de carácter cardíaco, renal y hepático, su cuerpo fue incinerado al día siguiente en el crematorio de la funeraria Gayosso de Félix Cuevas, a las afueras de la ciudad.
Al acto asistieron pocas personas: sus familiares más directos y algunos amigos, como el escritor Octavio Paz, el director y guionista Luis Alcoriza, el antropólogo Santiago Genovés y el sacerdote dominico Julián Pablo Fernández. Este último, en la postrimería de la vida del aragonés, se había convertido en amigo íntimo y cómplice del director. Compañero de paseos, de discusiones y conversaciones sobre política, religión y cuantas cuestiones pudieran ser tratadas al abrigo de un aperitivo puntual, sagrado, risas, cigarrillos y entendimiento.
Don Luis decía del clérigo que le caía bien, “por ser frívolo y ser dominico a la vez”. Cosas del maestro.
La urna con los restos de Buñuel fueron a parar a las manos del padre Julián Pablo Fernández, que las depositó en una capilla propiedad del Centro Universitario Cultural, la casa de los curas dominicos, situada al sur de Ciudad de México, hasta que le fueron requeridos por Jeanne Rucar, la esposa de Buñuel.
A su vez, la viuda, poco antes de su muerte en 1994, entregó la urna funeraria a su hijo Rafael, que las transportó a Los Ángeles (EEUU), en una caja de cartón para evitar problemas en la aduana. Y allí permanecieron hasta 1997, año en el que las cenizas fueron traídas a España en la misma caja de cartón.
Luego, no sabemos bien si por deseo expresado en vida por Buñuel, o por decisión de Rafael y Juan Luis Buñuel, hijos del director, y de su sobrino Pedro Christian García Buñuel, dejaron volar las cenizas del autor de “Viridiana” desde la cima del Morrón de la Tolocha, en donde se confundieron con el paisaje aragonés y la leyenda de la montaña misteriosa.
Hasta aquí, el devenir de los restos del director de Calanda, desde su muerte en Ciudad de México, pasando por Los Ángeles y viajando en una caja de cartón hasta tierras aragonesas, si nos atenemos a la versión de los propios hijos del cineasta, que tuvieron que salir al paso de declaraciones e historias contradictorias, expresadas por otros actores de esta historia.
El dominico y amigo de Buñuel, Julián Pablo Fernández, mantenía en 2012 que los restos de su amigo aún permanecían en la capilla del Centro Universitario, “en un lugar de la parroquia sin acceso” y nunca salieron de allí. El guionista, colaborador y biógrafo de Buñuel, Jean Claude Carrière, sostenía que las cenizas fueron esparcidas en el Desierto de los Leones, un bosque a las afueras de la capital mexicana, lugar predilecto para los paseos del cineasta... y, por si fuera poco, el escritor santanderino José de la Colina apuntó no hace mucho que los restos de Buñuel se lleva-ron “a un lugar que se ha mantenido en secreto”. ¿Acaso existían, o existen, varias urnas funerarias? ¿Varias cajas de cartón con los restos del aragonés? Don Luis Buñuel escribió en uno de los últimos párrafos de sus memorias, a las que tituló “Mi último suspiro”: “Me gustaría levantarme de entre los muertos cada diez años, llegarme a un quiosco y comprar varios periódicos.
(Ni un solo periódico de la época dejó de dedicar gran parte de su portada (si no toda) a la muerte del cineasta aragonés a finales de julio de 1983)
Regresaría al cementerio y leería los desastres del mundo antes de volverme a dormir, satisfecho, en el refugio tranquilizador de la tumba”.
Si ello fuera así, la próxima vez que regresara del lugar en el que pueda encontrarse, el director de Calanda, probablemente divertido, leería toda esta historia sobre sus cenizas viajeras y con paradero incierto, y convendría en que semejante película plaga-da de un surrealismo tan acorde con la obra cinematográfica de su autor, se convertiría en un jugoso tema de conversación al lado de buena compañía, risas, un cigarro encendido y un Martini seco bien cargado de ginebra.