viernes, 19 de abril de 2024
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Revista Adiós

NARCISO

02 de abril de 2019

Muerto por amor a sí mismo

 NARCISO

 
 NARCISO, muerto por amor a sí mismo
 
 Narciso es un mito del que todos hemos oído ha­blar y del que conocemos algunos aspectos. Nos lo cuentan los mitógrafos griegos y romanos con pequeñas variantes. En todas las versiones hay un componente común: la muerte del hombre por con­templarse a sí mismo, por cegar en su vida la capacidad de amar o de entregarse al otro. El lenguaje contempo­ráneo ha creado el término “narcisismo”, cada vez más usado, para hablar precisamente del ser humano que se encuentra tan excesivamente preocupado de su imagen, de su persona, de su prestigio, que se olvida de que hay un mundo a su alrededor.
 
 
El mito de Narciso ha trascendido la pintura y la escultura. En esta bellísima jarra de 1555 que se conserva en el Museo del Prado, Richard Toutain situó a Narciso buscando su reflejo en el agua del recipiente.


 La incapacidad para amar
La versión latina es considerada la clásica. Ovidio cuen­ta en el libro tercero de las “Metamorfosis” a lo largo de más de ciento cincuenta versos la triste historia de Nar­ciso y la ninfa Eco. Veamos cómo fue: Narciso era hijo de la ninfa Liríope y del dios fluvial Cefiso. Preocupada por el futuro de su hijo, Liríope decidió consultar al vidente Tiresias qué porvenir le esperaba a su hijo. El vidente le dijo a la ninfa que Narciso viviría hasta una edad avan­zada “si no llega a conocerse a sí mismo”. Su madre, pa­ra lograrlo, se aseguró de que no viera nunca su imagen en un espejo.
Aunque nunca se había contemplado, Narciso in­tuía que era muy bello por las reacciones que los demás tenían con él. Por ello creció inseguro, ya que dependía de la opinión de los demás, y se convirtió en un joven absorbido por su persona. Vemos en el mito cómo su madre intenta burlar al destino, pero ello le acercará más a lo que le han predicho, ya que, sin haberse visto nunca, dedica toda su energía a afirmar su identidad a través de los ojos de los demás.
 
 
 El encuentro con Eco
Cuando tenía dieciséis años, mientras Narciso estaba cazando ciervos, la ninfa Eco, que estaba profunda­mente enamorada de él, siguió sigilosamente al her­moso joven a través de los bosques, ansiando dirigirse a él, pero siendo incapaz de hablar primero porque la diosa Hera la había castigado de forma que solo podía repetir la última palabra de lo que otros decían. Cuan­to más le seguía, más sentía la llama que le hacía ar­der. Cuando Narciso escuchó sus pasos detrás de él, preguntó: “¿Quién está ahí?”, y Eco respondió: “Ahí”. Narciso se sorprendió de la respuesta y gritó: “¿Por qué huyes de mí?”, frase que volvió a escuchar repe­tida: “Huyes de mí”. Exclama entonces: “Reunámonos aquí”, y ella lo repite con enorme gusto. Hablaron así hasta que la ninfa se mostró e intentó abrazar a su amado. Entonces Narciso la rechazó; le dijo vanidosa­mente que lo dejara en paz y se marchó repudiándola. Eco quedó desconsolada y pasó el resto de su vida en soledad, pero pidió a los dioses que este joven orgullo­so pudiera alguna vez saber lo que significa amar en vano. Y los dioses la oyeron.
Narciso, engañado por la diosa Némesis (la ven­ganza), se acercó un día a un manantial para beber. Al verse reflejado en las aguas, observó el rostro más per­fecto que había visto jamás; se enamoró del joven que tenía delante. Se sonrió y el bello rostro le devolvió la sonrisa. La visión de su vanidad y lozanía lo atraparon en un castigo sin fin; muchos pensaban que por miedo a dañarlo no lo tocaba, pero se sentía incapaz de dejar de mirarlo. “Apoyado en tierra, contempla el doble astro de sus ojos, sus cabellos, dignos de Baco y de Apolo, sus mejillas lampiñas, su cuello de marfil, la gracia de su bo­ca, y se admira de todo lo que le hace admirable”.
Desesperado de amor hacia sí, él mismo se destruye: no come, no bebe, no duerme. Sólo espera la muerte, impasible en la con­templación de su propia imagen e incapaz de corresponder a los requerimientos amorosos de las ninfas que lo admiran.
 Finalmente, se dice que Narci­so se fue acercando poco a poco a la superficie del agua para besar aquella imagen, la suya (momen­to que recoge el bellísimo cuadro de Caravaggio), pero es tanto lo que se inclinó que terminó hun­diéndose en el agua y ahogán­dose. Puede decirse que Narciso se suicida al no poder poseer el objeto de su deseo. Y donde su cuerpo yacía, creció una flor que llevaría su nombre: el narciso, que florece a final del invierno y suele ser amarilla. Es lo que vemos en el bellísimo cuadro de Dalí que pinta en 1937 con esta transformación.
Eco se enamora plenamente de un rostro bello, pe­ro no conoce nada sobre el interior y la personalidad de Narciso. Cuando este la rechaza, surge en ella la ira y el deseo de venganza que pide a los dioses, y él es conde­nado a acabar su vida trágicamente. Por ello puede de­cirse que los dos sufren, él por su autocontemplación y ella por su ira provocada por el rechazo de él. Los psi­cólogos han querido ver en Eco la constante tentativa del espíritu humano de entregarse al otro, mientras que Narciso, encerrado en sí mismo, simboliza la egolatría, la adoración de sí mismo.
 

 Partenit Village, Crimea / Ucrania
 
 Imagen del hombre contemporáneo
 
Un pensador de nuestros días ha afirmado que en la historia de la Humanidad hay tres prototipos que resu­men la actitud del hombre ante la vida. El primero sería el hombre tridimensional, representado por Abraham. Mantiene un hilo vertical ascendente que le une a la divinidad, al misterio, a lo trascendente; un segundo hilo horizontal que le une a su pueblo, a sus gentes (él será nombrado “padre de muchos pueblos”), y un ter­cero vertical descendente que le une consigo mismo y su más íntimo yo. Esta actitud del hombre se continuó durante toda la Edad Media y renacimiento hasta la Re­volución francesa (1789).
Un segundo prototipo sería el hombre bidimensio­nal; rompe el hilo con la divinidad, o al menos, esta no le interesa. Estaría representado por el hombre de la re­volución. Una gran preocupación social por el hombre, por los demás y por sí mismo, pero sin conexión con la divinidad; este habría llegado hasta el mayo francés, es decir, 1968.
Una tercera actitud, finalmente, sería la del hom­bre contemporáneo, que corta amarras también con la sociedad, con todo lo que le rodea, que elimina ese hilo horizontal que le unía a los demás. Está representado por Narciso. Nace el individualismo a ultranza que ter­mina en el narcisismo: primero yo, luego yo y finalmen­te yo. Una frase tantas veces repetida en nuestros días: “No me cuentes tus problemas, que ya tengo bastante con los míos”. En grandes ciudades de Europa ha sur­gido un nuevo tipo de vida en los últimos años: matri­monios o parejas en general que viven solos de lunes a viernes y se unen el fin de semana. Ello incide también en un nuevo tipo de arquitectura, con pisos muy pe­queños, con un gran salón y muy pocas habitaciones, lo necesario para vivir uno mismo en soledad.
André Gide (1869-1951), en su “Tratado sobre Narci­so”, muestra al joven que se impacienta por no poder poseerse como a la verdadera imagen del arte. Tam­bién al poeta francés Paul Valéry (1871-1945) le sedujo la figura del hombre que acaba muriendo de amor por sí mismo. En el poema “Narciso habla”, el personaje se inclina ante la fuente donde en vano admira su imagen. En “Fragmento de Narciso” se convierte en el símbolo del esfuerzo “más puro del espíritu para encontrarse a sí mismo y comprenderse”.
Termino con unas frases de Louis Lavelle (1883-1951) en su obra “L’erreur de Narcisse”, publicada en 1939. Desde entonces sus palabras se han hecho mucho más reales y presentes hoy, en que avanzamos rápidos por este siglo XXI: “Narciso es secreto y solitario. Su error es sutil. Narciso es un espíritu que quiere darse a sí mismo en espectáculo. Comete el pecado de que­rer tomarse a sí mismo como toma a los cuerpos; pero no puede llegar a ello y aniquila su propio cuerpo en su propia imagen […] El crimen de Narciso es preferir su imagen a sí mismo. Narciso se encierra en su propia so­ledad para hacer sociedad consigo mismo”.


Eco y Narciso”, de 1903, obra del artista británico John William Waterhouse