lunes, 07 de octubre de 2024
Enalta
Revista Adiós

El Genocidio Armenio (revista nº 111)

01 de abril de 2018

En vísperas de su centenario

El Genocidio Armenio (revista nº 111)

Armenia es un pequeño país entre Europa y Asia, algo más grande que la provincia de Badajoz y algo más pequeño que Extremadura, pero que lleva a sus espaldas una historia densa y milenaria que muy pocos países podrían exhibir. Es una de las tres naciones, con Georgia y Azerbayán, que forman los estados caucásicos; un país cargado de historia y cultura, con su propio alfabeto creado por Mesrob Mashtots en el año 406 para traducir la Biblia, con su lengua propia perteneciente al tronco indoeuropeo, con una religión ortodoxa autocéfala…
Perdido al este de Europa, fue el primer país cristiano del mundo tras la conversión del rey Tiridates III en el año 301, y hoy día su religión sigue siendo una señal de identidad frente a los países islámicos vecinos o al ateísmo práctico de la extinta URSS que les ha tenido durante tantos años sometidos. Un país con vocación intelectual y artística, con tantos hombres y mujeres viviendo en la diáspora, independiente desde 1991 y único en el mundo en que el ajedrez es asignatura obligatoria en el bachillerato.
 Armenia ha vivido casi siempre un papel de país sometido; mal papel en este teatro del mundo nuestro. Muy lejos queda ya aquella “Armenia de mar a mar” del siglo I, con una extensión de 300.000 kilómetros cuadrados y cierto protagonismo en el panorama político de aquel momento. Su historia nos la describe bajo las banderas de Persia, mundo árabe, mongoles, otomanos, Rusia, URSS… Siempre al rebufo “de…”, y con una libertad a punto de estrenar. Uno de sus símbolos, el monte Ararat (5.165 metros), presente en su bandera, aquel en el que la leyenda cuenta que se posó el arca de Noé, pertenece actualmente a Turquía.
Armenia vivió hace un siglo una de las mayores y más crueles matanzas que han existido en la historia de la humanidad. El mundo asistió impasible (salvo honrosas excepciones) a aquella masacre, y no son aún muchos los países que lo han reconocido, pero el próximo 24 de abril se conmemorarán en Yereván —su capital— cien años del genocidio. Mucho se ha hablado desde la II Guerra Mundial del holocausto judío, pero muy poco desgraciadamente de este exterminio sistemático que hizo desaparecer a más de millón y medio de armenios. El número es elevadísimo si tenemos en cuenta el conjunto de la población armenia, que hoy ronda los tres millones. Nada malo habían hecho; nada, salvo ser cristianos y de una etnia distinta a la turca.
Tuve la suerte de recorrer el verano pasado los principales lugares del país, incluida la capital y el monumento al genocidio levantado en una de las colinas que domina la ciudad de Yereván. Tuve entonces la oportunidad de leer, estudiar algo del tema, ver algunas películas como “Mayrig” (mamá en armenio), de Henry Verneuil (1991), y “Ararat”, del director de origen armenio Atom Egoyan (2002). Son simplemente películas y no pueden dar sino una ligera idea de lo que fue aquella terrible matanza, pero puede ser bueno desempolvarlas a cien años de los acontecimientos.
El comienzo de la pesadilla
Aunque es muy difícil, casi imposible sin simplificar los hechos, resumir en dos o tres páginas los acontecimientos y las claves que produjeron el genocidio, intentaremos dar en unas cuantas pinceladas lo esencial para una primera toma de conciencia.
En realidad, las matanzas no empezaron en 1915, sino veinte años antes. Entre 1894 y 1897 se produjeron las denominadas “masacres hamidianas”, llamadas así a raíz de Abdul Hamid II, sultán otomano bajo cuyo mandato se llevaron a cabo y conocido por ello como el Sultán Rojo. Abdul Hamid había declarado su inquebrantable decisión de seguir una política de terror contra los armenios hasta su aniquilamiento. El etnógrafo William Ramsay calculó el número de víctimas de aquel primer período en unas 200.000, aunque actualmente se apunta a una cifra cercana a las 300.000. El historiador turco Osman Nuri observó que “la mera mención de la palabra ‘reforma’ irritaba a Abdul Hamid II, incitando su instinto criminal”. En 1897 Abdul Hamid daba por concluida la cuestión armenia. El gobierno otomano cerró instituciones y restringió los movimientos políticos de los armenios.
 Un vicecónsul francés afirmó que el objetivo del Imperio otomano era “aniquilar gradualmente a los cristianos, dando a los jefes kurdos carta blanca para hacer lo que quisieran, desde enriquecerse con sus bienes hasta satisfacer sus caprichos sexuales, fuera con mujeres o niños”. Una de las mayores atrocidades se produjo en Urfa, donde tropas otomanas incendiaron la catedral, en la que se habían refugiado tres mil armenios, y fusilaron a todo aquel que intentaba escapar.
 Las matanzas, los abusos y la extremada crueldad turca atrajeron en este primer momento la compasión por el pueblo armenio de parte de la prensa europea y americana, que llegó a califi car a Hamid como “el gran asesino” y “el Sultán sangriento”.
Diez años más tarde, en mayo de 1905, las milicias turco-tártaras masacraron a la población armenia en Najicheván y se sucedieron las masacres en Bakú y Karabaj. En 1908 se proclamó la nueva Carta Magna con la Revolución de los Jóvenes Turcos, estableciendo la monarquía constitucional de manera pacífica. El nuevo gobierno prometió la igualdad entre sus súbditos, libertad de conciencia, de palabra, de prensa, de reunión y de libre circulación. Se concedió representación parlamentaria a los armenios en proporción a su número. Como promesas no estaban mal…
Abril de 1915
Tras casi un año del conflicto que entonces se llamó Gran Guerra Europea, y solo mucho después I Guerra Mundial, vemos a la República otomana en acción. En el país había súbditos armenios que participaron en la guerra y con la máxima responsabilidad. Tras la derrota de Turquía en la batalla de Sarikamis, Enver Pasha, líder de la Revolución de los Jóvenes Turcos, escribió una carta al obispo armenio de Konia, Karekin Khatchadurian, el 26 de enero de 1915, en la que elogiaba la conducta de los soldados armenios que habían estado bajo su mando en los siguientes términos: “Le solicito presentar a la nación armenia, cuya total devoción al gobierno imperial es bien conocida, la expresión de mi satisfacción y mi reconocimiento”.
Pero el 24 de abril de 1915, cuatro días después del estallido de la revuelta de Van, el gobierno de los Jóvenes Turcos consideró que en realidad se enfrentaba a una sublevación popular de corte nacionalista dentro de su Imperio, y optó por deportar a sectores importantes de la población armenia hacia la parte suroriental de Anatolia. Ese mismo día se ordenó el arresto de 250 intelectuales armenios, que fueron deportados y en su mayoría asesinados en el camino. A este atropello siguieron, a partir del 11 de junio de 1915, órdenes para la deportación de cientos de miles, quizás más de un millón de armenios, de todas las regiones de Anatolia (excepto zonas de la costa oeste) a la zona de la actual Siria.
 El gobierno turco no puso ningún medio para proteger a los armenios durante su deportación, ni tampoco en los puntos de llegada. Tras el reclutamiento de la mayoría de los hombres y el arresto de algunos intelectuales, tuvieron lugar masacres generalizadas en todo el Imperio. En Van, el gobernador Cevdet Bey ordenó a las tropas turcas cometer diversos crímenes y abusos para forzar a los armenios a rebelarse y justificar de este modo el cerco de la ciudad por el ejército otomano. Según el mercenario venezolano Rafael de Nogales, que sirvió en el ejército turco, Cevdet Bey mandó asesinar a todos los varones de la ciudad. Para algunos autores turcos, sin embargo, lo que aconteció en Van no fue sino una revuelta armenia y la posterior represión de la misma por las tropas otomanas durante las mismas fechas. Y es que la doble versión de los hechos no es algo nuevo; todo depende del bando en el que se toque el instrumento.
Se calcula que existieron 26 campos de concentración para confinar a la población armenia, situados cerca de las fronteras con Siria e Irak. Según fuentes armenias algunos pudieron haber sido únicamente lugares donde hubo fosas comunes y otros lugares de confinamiento donde morían víctimas de epidemias e inanición.
En esos años la fuerza de ocupación británica estuvo implicada activamente en la creación de una contra-propaganda en tiempos de guerra (durante la I Guerra Mundial el Imperio otomano luchó integrado en la coalición de las Potencias Centrales, formada por el Imperio austro-húngaro, Alemania y Bulgaria). Por ejemplo, Eitan Belkind fue un espía británico y miembro de la Nili (red de espionaje judía que apoyó a Gran Bretaña frente al Imperio otomano durante la I Guerra Mundial), que se infiltró en el ejército otomano como funcionario. Fue destinado a la oficina central de Hamal Pa a, y asegura haber presenciado la incineración de cinco mil armenios en dicho campo.
La fecha del comienzo del genocidio se conmemora el 24 de abril de 1915, día en que las autoridades otomanas detuvieron a 250 miembros de la comunidad armenia en Estambul; en los días siguientes, la cifra de detenidos ascendió a 600. Posteriormente, una orden del gobierno central indicó la deportación de toda la población armenia, sin posibilidad de llevar víveres para subsistir. Su marcha forzada durante cientos de kilómetros, atravesando zonas desérticas, hizo perecer a la mayor parte de los deportados, víctimas del hambre, la sed y las privaciones. Los supervivientes, a su vez, fueron robados y violados precisamente por la policía que debía protegerlos, a menudo en combinación con bandas de asesinos y bandoleros.
 El 27 de abril el embajador de los Estados Unidos, Henry Morgenthau, enviaba un informe a su gobierno, valorando las detenciones y deportaciones como una terrible acción contra las minorías por parte del gobierno turco. El 15 de junio eran colgados en la Plaza Sultán Bayaceto 20 jefes del Partido Político Armenio Hnchakián. Ese mismo día eran ahorcados otros doce armenios en diversos lugares de Cilicia y doce más en Cesarea (Kayseri). Tras un año marcado por el horror, el 17 de marzo de 1916 se llevaron a cabo grandes matanzas en los campos de concentración de Ras-ul-ain (50.000 muertos) y Deir El-Zor (200.000), hacia donde se dirigían las caravanas de deportados.
Aunque la República de Turquía, sucesora del Imperio otomano, no niega hoy la existencia de masacres de civiles armenios, se niega a admitir que aquello fuera un genocidio, arguyendo que las muertes no fueron el resultado de un plan de exterminio masivo, sistemático y premeditado dispuesto por el Estado otomano, sino que se debieron a luchas interétnicas, enfermedades y al hambre durante el durísimo período de la I Guerra Mundial. A pesar de esta tesis, casi todos los que han profundizado en el tema —incluidos algunos turcos— opinan que los hechos encajan en la definición actual de genocidio.
 Se considera, por lo tanto, que se trata del primer genocidio moderno; y resulta, tras el holocausto judío, el ejemplo más estudiado. Sin embargo, hasta la fecha tan sólo 22 estados lo han reconocido oficialmente como genocidio.
El monumento
“Tsitsernakaberd” (fortaleza de las golondrinas pequeñas) es la palabra con que se designa en armenio el monumento erigido en Yereván dedicado a las víctimas del genocidio. Para llegar a él, en lo alto de una colina, se ve cómo el autocar va dejando abajo la ciudad y va subiendo rodeando el cerro. Lo primero que se observa al llegar es un parque con árboles plantados por distintos países y personalidades en memoria del pueblo armenio. Junto al nombre del promotor, la fecha de reconocimiento del genocidio por parte de ese estado.
Se ve una gran explanada donde se encuentra el monumento. Fue construido entre 1966 y 1968. A la izquierda se encuentra un muro de cien metros que contiene los nombres de las ciudades y aldeas armenias en las que fueron llevadas a cabo las masacres. Al fondo, a la derecha, se yergue una gran estela de 44 metros, realizada en basalto, que parece hincarse en el cielo con su verticalidad, y simboliza “el renacer de los armenios”. Si se continúa avanzando por el paseo, aparecen dispuestas en círculo doce grandes losas de basalto gris, que representan las doce provincias perdidas en el actual territorio de Turquía. Están separadas una de otra, de modo que entre ellas se abre un pasillo que permite pasar a un recinto interior, pero sin cubrir, al aire libre. En ese espacio interno se abre en el suelo una oquedad circular con la llama eterna, símbolo del duelo del pueblo por sus antepasados perdidos.
Clavado frente a esa llama, el visitante no puede evitar guardar silencio, recordar los hechos, rezar por el pueblo armenio y reflexionar después sobre la condición del hombre. La grandeza y miseria de un hombre que es capaz —como escribe V. Frankl al final de su libro “El hombre en busca de sentido”— “de fabricar la cámara de gas y, a su vez, de entrar en ella musitando una oración”.