08 de enero de 2022
El concepto que encierra la difusa palabra Fantasma, comienza a forjarse a partir de diversas influencias que, entiendo, varían dependiendo de la persona y de su entorno y circunstancias. “Mi” fantasma surge en la infancia, de una mezcolanza audiovisual de humor y terror. Por un lado, viendo películas de Abbott y Costello; historias de Los tres chiflados -durante los mediodías de unas dos décadas-; dibujos animados y, en fin, películas que trataban temas fantasmagóricos bajo un prisma de humor. Por otra parte, también me influenciaron -sobre todo incidieron en mis noches- las historias televisivas claramente terroríficas, que no incluían en su metraje ni un chistecito aliviador. Drácula. El hombre lobo. Frankenstein. Y no precisamente las versiones góticas o románticas de estas historias literarias -que leí con posterioridad-, sino las efectistas y efectivas traslaciones visuales de esas historias a la pequeña y a la gran pantalla. Precisamente, estas versiones hechas para la tele o el cine, de lo primero que prescindían era del envoltorio literario que las nutría en su origen. Las historias de terror que veía, sobre todo en el blanco y negro de mi televisor, desechaban la morralla que no potenciara el miedo, el terror. Y me gustaba que fuera así. Me gustaba porque me aterraba. Por la noche no podía dormir. Tardé muchos años en conciliar el sueño sin tener que atravesar el largo túnel que, después de llantos y sudores, me conducía finalmente al sueño. Pero no cerraba los ojos ante la presencia de los monstruos: había un goce en buscar y exponerse a ese terror que venía a arrebatarme la tranquilidad de espíritu. Bien lo sabía Narciso Ibañez Menta, que sembró un elegante terror durante años en la Argentina de los ’60 y ’70. Terror que luego su hijo, también muy sabiamente, se encargó de esparcir desde Televisión Española en muchas ocasiones, aunque, quizá, las más recordadas de las historias adaptadas o creadas por Chicho Ibañez Serrador, sean las de su mítico Historias para no dormir. Las vi cuando ya no me impedían dormir plácidamente, pero siempre me recordaron a aquellas con las que su padre me sembró de pánico el camino nocturno hacia mi cama. A estas alturas la idea que en mi imaginario contiene la palabra Fantasma, ha variado muchísimo. Ha devenido en una visión menos terrorífica, más romántica y, en ocasiones, decididamente risueña. Los fantasmas -pensarlos, urdir tramas en torno a ellos, reírme, buscarlos para hilar historias que inquieten más que asusten- se han convertido en aliados a quienes respeto y agradezco. Se han vuelto compañeros más o menos amables. Incluso el fantasma de mi padre.