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Revista Adiós

Érase una vez en... HOLLYWOOD

08 de noviembre de 2019

Obra maestra de Quentin Tarantino

Érase una vez en... HOLLYWOOD

Escrito por Ginés García Agüera

 

Érase una vez… “érase una vez”, no es otra cosa más que una expresión que sirve de introducción a una narración, probablemente a un cuento que habla de hadas madrinas, duendes y personajes generosos; también de brujas de nariz aguileña, hechiceros malvados, reyes dictatoriales, gnomos perversos. También, la expresión suele anteceder a aconteceres perdidos en el tiempo, a tiempos pasados… Érase una vez, hace cincuenta años, en un antiguo vertedero de Los Ángeles, California, Estados Unidos, en una suerte de falso reino llamado Hollywood, vivía una especie de princesa de nombre Sharon Tate, que habitaba en uno de los barrios más lujosos del lugar. Era una mujer de hermosura poco común, y los que la conocían de cerca hablaban de un ser angelical, generoso, dotado para la solidaridad, la compañía, el amor. Dedicaba gran parte de su tiempo a las clases de interpretación, canto, baile, dicción, e incluso de artes marciales, porque quería estar siempre preparada para una profesión en la que, ella lo sabía perfectamente, no bastaba sólo con la belleza para triunfar y hacer que su nombre brillase en los neones de los cinematógrafos del mundo entero. Estaba casada con un talentoso, rico y triunfador director de cine polaco de nombre Roman Polanski, que por entonces había creado obras de la talla de “Repulsión”, “El cuchillo en el agua”, “El baile de los vampiros” o “La semilla del diablo”.



 Sharon Tate, en agosto de 1969, se encontraba embarazada de ocho meses y medio. La actriz y el director se habían conocido un par de años antes, mientras el cineasta preparaba el reparto de “El baile de los vampiros”. Contrajeron matrimonio y su convivencia estaba repleta de aparente felicidad. Asistían a fiestas, estrenos, exposiciones y aconteceres sociales en los que brillaban como eso que se suele llamar una “pareja de moda”.

 Eran ricos, dichosos, vivían en Cielo Drive, en pleno Beverly Hills, en una suntuosa mansión con piscina y un garaje lleno de coches de alta gama. Iban a traer al mundo a un bebé, al que llamarían Paul Richard, nombre con el que recordarían a los padres de Polanski y Tate. Todo parecía dicha y buenos augurios para ellos… Hasta que llegó aquella madrugada del 9 de agosto de 1969, en la que los sueños se partieron en mil pedazos.




Sharon Tate, el día 8, se encontraba de mal humor cuando recibió noticias desde Londres que le comunicaban que Román aún tardaría unos cuantos días en regresar a casa. El director se encontraba en Inglaterra preparando su último rodaje y las cuestiones de producción parecían retrasar su vuelta a Estados Unidos. Por su parte, la actriz, a la que apenas le quedaban catorce o quince días para dar a luz, temía que llegara ese momento del nacimiento sin la presencia de su esposo. Para no estar sola, cenó con tres amigos en su local favorito, un restaurante llamado El Coyote. Los cuatro regresaron a Cielo Drive alrededor de las once de la noche. Ninguno de ellos volvería a ver amanecer. Una banda al parecer adscrita a una secta llamada “la familia”, fieles a un psicópata de nombre Charles Manson, irrumpió en la casa asesinando a cuantos encontraron a su paso. Sharon Tate recibió dieciséis puñaladas infligidas por una componente del grupo criminal. El sueño, la esperanza, se convirtieron en un escalofrío atroz.

En un rincón del cementerio católico Holy Cross, camposanto abierto en 1939, ubicado en la ciudad californiana de Culver City, en el que también reposan los restos de gentes del cine como Mary Astor, Charles Boyer, John Ford, Rita Haywort y Bela Lugosi hay una lápida que indica que allí fue enterrada Sharon Tate, fallecida con veintiséis años, su hijo Paul Richard Polanski, y la madre de la actriz, Doris Gwendoline Tate, quien dedicó gran parte de su vida, tras el asesinato de su hija, a luchar contra las leyes y tendencias que tendían al culto a los asesinos y a las posibilidades de libertad condicional para ellos.



Años después se anunciaba que Quentin Tarantino iba a rodar su penúltima película (la novena de su filmografía, él afirma que serán diez y se retirará, para disgusto de su legión de rendidos admiradores entre los que se cuenta quien firma estas líneas), y que la misma tendría como argumento el asesinato de Sharon Tate de agosto de 1969. Enseguida saltaron las alarmas.

Aquella masacre, en manos de un cineasta sellado por una determinada y no siempre cierta fama de autor escenas violentas, podía convertir el suceso en una ensalada de sangre y vísceras innecesaria y gratuita. Pronto, se despejarían todas las dudas posibles.


(foto de Ian Langsdon EFE)

“Érase una vez en Hollywood” es una obra maestra en la filmografía de Quentin Tarantino. Aparece Sharon Tate, en la piel de una maravillosa actriz de nombre Margot Robbie, junto a gentes como Leonardo DiCaprio, Brad Pitt, Kurt Russell y Bruce Dern. Aparecen, aunque fugazmente, las figuras de Roman Polanski, Charles Manson y hasta Bruce Lee. Y aparece, resplandeciente, todo un mundo casi parte de la ensoñación, en el que el sol de California, el Hollywood de las estrellas, el movimiento pacifista y la felicidad, parecían encontrarse muy cerca, en un horizonte plagado de esperanza. Hasta aquel desgraciado 9 de agosto de hace cincuenta años. Pero, de pronto, durante unos segundos, sólo durante unos pocos segundos, como esos relámpagos que dejan caer en la pantalla los grandes creadores, los corazones se encogen, la emoción se apodera del patio de butacas, y el espectador cree vivir un cuento de hadas buenas con final feliz. Es un instante muy breve, pero un instante que ha bastado para instalar la felicidad en nuestras almas. Gracias por ese regalo, maestro.