viernes, 19 de abril de 2024
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Revista Adiós

Autoepitafio

30 de mayo de 2019

Autoepitafio

Escrito por Javier del Hoyo


Traemos a esta sección una palabra no admitida aún en el DRAE ni en el Diccionario de uso de María Moliner.

Es, sin embargo, muy utilizada en estudios sobre la antigüedad y Edad Media, sobre todo por parte de los epigrafistas.

El significado parece bastante claro. Un autoepitafio podríamos definirlo como “el texto que alguien escribe en vida para que se lo graben al morir en su tumba a modo de epitafio”. Reúne, por tanto, las ideas que uno desea que permanezcan a la vista para la posteridad; prescinde de todas esas alabanzas huecas que los demás se empeñan en atribuir al difunto.

Es, en este sentido, más real que el epitafio laudatorio hecho por familiares y amigos.

La costumbre surge ya en la antigüedad, siendo célebre el que redacta el poeta Virgilio (69-19 a.C.) para que lo inscriban en su tumba: “Mantua me genuit, Calabria rapuere, tenet nunc Parthenope: cecini pascua, rura, duces” (Mantua me dio la vida, Calabria me la arrebató. Ahora me posee Parténope; canté a los prados, los campos, los héroes). Parténope es el sobrenombre de Nápoles, ciudad en la que vivió gran parte de su vida y donde enterraron al gran poeta de la Eneida. “Canté a los prados, los campos, los héroes” se refiere a sus tres grandes obras poéticas: “Bucólicas”, “Geórgicas” y “Eneida”. De este modo, en solo dos versos resumió magistralmente las ciudades que fueron claves en su vida y su actividad literaria. Pero Virgilio no fue el primero. Aulo Gelio, en su obra “Noches áticas” habla del que redactaron para sí mismos los poetas Nevio, Plauto y Pacuvio, todos del siglo II a.C.

En la Edad Media destacan el de Eugenio de Toledo (¿?-657), escrito con un acróstico y un teléstico -es decir, que las letras iniciales y finales leídas en vertical forman su propio nombre-, y el bellísimo de Alcuino de York (735-804), destacado en la corte de Carlomagno. Ya en el siglo XX encontramos interesantes epitafios, que bien podrían haber sido encargados por el propio interesado.

 Por ejemplo, en la tumba de Enrique Jardiel Poncela, muerto en febrero de 1952, puede leerse bajo el nombre y la fecha de fallecimiento: “Si buscáis los máximos elogios, moríos”; una especie de greguería, atribuible por el estilo a Ramón Gómez de la Serna.

Y acabamos con el de Miguel de Unamuno (1864-1936), un hombre atormentado por sus dudas hacia la fe, a quien pusieron en su tumba el siguiente epitafio: “Méteme, Padre Eterno, en tu pecho, misterioso hogar; dormiré allí, pues vengo deshecho del duro bregar”.