jueves, 28 de marzo de 2024
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Revista Adiós

Así fue el trabajo 'silenciado' de los funerarios madrileños el 11M

Publicado: lunes, 11 de marzo de 2019

Así fue el trabajo 'silenciado' de los funerarios madrileños el 11M

Adiós Cultural recupera hoy varios de los artículos que publicamos en el número 46, una edición especial que tuvimos que dedicar al 11M y el extraordinario trabajo que todos los funerarios de Madrid realizaron durante aquellos días y que fue silenciado u olvidado en casi todos los medios de comunicación. Por eso, solicitamos a dos compañeros periodistas madrileños, Celeste López y Rafael Fraguas. dos textos sobre lo que se hizo. Necesitábamos tener una visión externa de lo que nosotros mismos vivimos y sentimos.
 
Queremos recordar a todos aquellos profesionales, muchos de ellos todavía en activo, porque ahora, igual que hace 15 años, prácticamente nadie los recordará entre los ‘heroes’ que aquellos días ayudaron a tantas familias realizando el peor y más desagradable trabajo de todos los que se hicieron aquel día: la recogida y tratamiento de los cadáveres.
 

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, el jefe del Ejecutivo madrileño, Ángel Garrido, y la alcaldesa de la capital, Manuela Carmena, han depositado este lunes una corona de laurel en la Puerta del Sol en recuerdo a los 192 fallecidos en los atentados del 11-M, durante el 15º aniversario de la tragedia.
Junto a ellos han subido a la tribuna instalada frente a la Real Casa de Correos, sede del Gobierno regional, los representantes de las víctimas: Maite Araluce, presidenta de la Asociación Víctimas del Terrorismo (AVT); Ángeles Domínguez, presidenta de la Asociación de Ayuda a las Víctimas del 11-M; María del Mar Blanco, presidenta de la Fundación Víctimas del Terrorismo y Eulogio Paz, presidente de la Asociación 11-M Afectados por el Terrorismo.
Además, frente a la placa homenaje de Sol, la orquesta y coro de la Comunidad de Madrid ha interpretado la obra "In memoriam 11-M", compuesta por el madrileño Jorge Grundman, seguida por el himno nacional. A las nueve de este lunes todas las campanas de la región han sonado a la vez para recordar a los 192 fallecidos por la explosión de once bombas colocadas en cuatro trenes de Madrid el 11 de marzo de 2004.
 
Lloraremos luego
Román Quiñones
Fotos: Chema Moya


“No hicieron falta muchas llamadas, porque los trabajadores que descansaban, como uno solo, se presentaron en sus puestos de trabajo para lo que fuera necesario”
 “Desgraciadamente, Madrid está preparada para un fenómeno de estas características e, incluso, mayores”
 “Vi a mis compañeros de tanatopraxia llorar de dolor, de impotencia y de sufrimiento, y, aun así, siguieron horas y horas”
 “La frase que más se escuchaba en los tanatorios por parte de nuestro personal, de los relaciones públicas era ‘¿En qué puedo ayudarle?’, tratar de socorrer a aquella gente rota, desorientada”

 
Once de marzo de 2004, 11-M para la historia. Un día que ha quedado grabado a fuego en la memoria colectiva de todos los españoles. Un día en que las bombas asesinas, terroristas, sin bandera, segaron la vida de 191 personas, trabajadores, estudiantes, amas de casa, que el único mal que hicieron fue dirigirse a sus puestos de trabajo o a sus clases, como cada día, en el tren equivocado. Sus asesinos les vieron las caras, les contemplaron y dejaron la carga mortífera. Con sus mochilas de muerte aniquilaron vidas e ilusiones y desgarraron la conciencia de todo el país.
Pero hicieron más: unieron como nunca a españoles de nacionalidad y adopción en una causa común, en un dolor común, en una solidaridad de todos y para todos. Y salió la casta, la raza de los vecinos de Madrid. Nadie dio la espalda a la desgracia y todos los que tuvieron que estar allí lo hicieron, pero mucho más allá de su estricto deber. Todos los servidores públicos, los que les correspondía y los que no, porque era su día de descanso, se hicieron uno y trabajaron hombro con hombro, corazón roto con corazón roto, en jornadas de 24 y 36 horas sin descanso, hasta que la catástrofe quedó controlada. Policía Municipal y Nacional, Policía Científica, forenses, psicólogos, Samur, bomberos, médicos, enfermeras, cientos, miles de madrileños que donaron su sangre hasta hacer rebosar los depósitos de los hospitales, todos derrocharon esfuerzo y solidaridad.
¿Y los funerarios, qué hicieron?, ¿descansaron todos ese y los siguientes días? Prácticamente nadie, con algunas excepciones, se ha acordado de la callada y muy sacrificada profesionalidad de estos trabajadores. ¿O será que los muertos se entierran solos? La Empresa Mixta de Servicios Funerarios de Madrid, nada más tener conocimiento de la magnitud del drama puso inmediatamente en marcha todos los mecanismos necesarios para prestar el servicio adecuado a una catástrofe como la que se había hecho ya realidad. No hicieron falta muchas llamadas, porque los trabajadores que descansaban, como uno solo, se presentaron en sus puestos de trabajo para lo que fuera necesario.
Y fue necesario ayudar, ayudar y ayudar a las familias rotas por el dolor. Fue necesario recoger “in situ” cuerpos destrozados de las vías del tren y de los vagones. Fue necesario trasladarlos al Pabellón 6 de Ifema. Fue necesario poner pulseras de identificación a los cuerpos. Fue necesario practicar tanatopraxia y reconstruir los cadáveres para que los familiares pudieran reconocer a sus allegados. Fue necesario acompañar a los familiares y tratar de paliar su dolor cuando veían a sus seres queridos. Fue necesario realizar decenas de expedientes. Fue necesario que funcionara a la perfección primero el traslado de decenas de féretros vacíos y luego, desgraciadamente llenos, a los tanatorios. Fue necesario que los servicios de enterramiento trabajaran sin parar tragándose su propio dolor. Porque los funerarios, aunque algunos lo ignoren, también tienen su corazoncito y sufren como el que más.
En el momento de escribir este reportaje, las secuelas de este esfuerzo están ahí todavía patentes. Entre los trabajadores apenas si se comentan porque casi nadie quiere hablar de este asunto, que permanece todavía latente hasta que cada uno, individualmente, explote en algún momento. Pero hay síntomas comunes, heridas en el alma que se traducen en daños en el cuerpo: pesadillas por la noche, falta de apetito, vómitos, introversión... y así un largo etcétera en esos trabajadores que hacen una labor callada, escasamente reconocida por la sociedad y silenciada por los que deben ser voceros del bien hacer. Pero no importa, duele, pero cada uno sigue en su puesto.
 

Labor humana y profesional
 
El que sí dio fe del esfuerzo realizado por el conjunto de trabajadores fue el consejero gerente de la Empresa Mixta de Servicios Funerarios de Madrid (EMSFM), Juan Valdivia, quien en una entrevista concedida a la agencia Europa Press una semana después del atentado y que luego no fue publicada por ningún medio de comunicación, elogió la “labor humana y profesional” de los 630 trabajadores de la empresa, quienes, desde que se tuvo noticia del alcance de los atentados, se pusieron a disposición de la Dirección de Personal y de la Gerencia para ofrecer su colaboración.
Pese a ser profesionales curtidos en dramáticas situaciones, “han presenciado cosas y escenas muy duras” a las que “no se acostumbra nadie”.
Valdivia calificó de “muy duro” este trabajo y reiteró que todo el personal “ha padecido y ha luchado por intentar dar la mejor atención a los familiares de las víctimas en un momento tan difícil”, algo que para él “merece todo el respeto del mundo”.
Una catástrofe de las dimensiones de las del 11-M pone a prueba la capacidad de reacción de una empresa. En este sentido, Valdivia aseguró que “en absoluto nos sentimos desbordados” tras producirse la tragedia, porque “desgraciadamente Madrid está preparada para un fenómeno de estas características e, incluso, mayores”.
En declaraciones a Europa Press, subrayó que la Empresa Mixta posee todos los medios necesarios para atender a un número de víctimas como las que produjo el atentado, pero que además contó con la colaboración de los funerarios de toda España. “Todos se han volcado, no han puesto ningún impedimento y han permanecido al pie del cañón; incluso hubo un momento en el que podíamos disponer de hasta 150 coches”, añadió. Asimismo, el gerente de la Empresa Mixta destacó el “impresionante esfuerzo” de los trabajadores que desde el primer momento “se pusieron a disposición de la dirección, tanto en esta empresa, como en otras funerarias de todo Madrid y de la comunidad, sin mirar horas sólo mirando si hacían falta”.
En este sentido, reconoció que aunque los profesionales de este sector “estamos acostumbrados a las vicisitudes que conlleva este trabajo y a contemplar muchas escenas de dolor, lo cierto, es que ante un incidente provocado que no es fruto de un accidente nadie está preparado, y nos hemos visto afectados, moral y psicológicamente”. No obstante, señaló que si “alguno de los seiscientos trabajadores” que tiene la Empresa Mixta en plantilla, “necesitase de atención psicológica para ayudar a superar las secuelas que hayan podido producir el trabajo de estos días y las escenas contempladas, tiene a su disposición a los dos psicólogos y a un equipo de la Cruz Roja que colabora desinteresadamente con nosotros”.
 
Gratitud de las víctimas
 
Respecto al reconocimiento público al trabajo que los funerarios realizaron durante aquellos días, Valdivia comentó que para los profesionales de este sector “lo que nos hace sentirnos más orgullosos es haber recibido el agradecimiento de los familiares de las víctimas que se han sentido apoyados por nosotros”.
Uno de los trabajadores de esta empresa, Rufino Gómez, explicaba para “La Vanguardia”, en un reportaje firmado por Celeste López, aquellos momentos iniciales, cuando tuvieron que desplazarse a las estaciones siniestradas para retirar los primeros cuerpos: “Fue horroroso, pero lo hicimos. Teníamos claro que había que hacer ese trabajo y en cuanto lo autorizaron, empezamos a retirar los cadáveres”.
Otro trabajador narraba así su experiencia: “Todo ha sido muy duro. Se nos presupone inmunidad ante el dolor, y ni mucho menos. Ha sido tan brutal... Pero si tuviera que escoger una imagen escogería la de mis compañeros que se encargaron de reconstruir los cadáveres. Les vi llorar de dolor, de impotencia y de sufrimiento, y, aun así, siguieron horas y horas. No dejaron que ni un solo familiar viera a su ser querido destrozado por completo. Les lavaron el pelo, la cara, les quitaron la sangre e incluso fabricaron sus cuerpos, para evitar que las familias se llevaran un recuerdo horroroso. Al menos, han podido decirles adiós de una forma decente”.
Y Ana, que se encargó de la burocracia para facilitar el traslado y el entierro de los fallecidos, se emocionaba al recordar a Jesús, un hombre “con cara de niño” que perdió a su mujer, embarazada de seis meses, que le dio un abrazo por la ayuda que le prestó simplemente estando a su lado. Jesús llamó cuando había enterrado a su mujer, para agradecer a Ana el cariño con que le había tratado. “La clave es estar a su lado y no llorar, porque si no, no le puedes ayudar”, señalaba. Las 72 horas que pasaron en Ifema están repletas de historias, muy dolorosas, pero emotivas todas. “Ha pasado algo horrible, pero a pesar de tanta desolación hay esperanza, la de contar con gente, muchísima, buena, solidaria, luchadora y fuerte. Hay muchas cosas bonitas que sólo afloran cuando nos toca la muerte”, narraba Celeste López en su reportaje.
Un conductor funerario que vio una y otra vez la tragedia en los ojos de las familias contaba así su experiencia: “He tenido que llevar a familiares de fallecidos en el coche, desde Atocha a Ifema, de Ifema aquí. No a uno, sino a decenas... y ya no puedo más. Yo no sólo los llevo en el coche, los siento míos, son mías esas familias destrozadas. Y esos ojos, tan tristes... No puedo más.”. Así respiraban su dolor estos trabajadores de callada labor.
 

Situación dantesca
 
Pedro Alegre es jefe comercial de la Empresa Mixta de Servicios Funerarios de Madrid. Lleva 22 años en la compañía, en la que comenzó de peón de almacén. El fatídico 11-M coordinó inicialmente el servicio en la estación de Santa Eugenia y vivió con horror, como el resto de sus compañeros funerarios, la masacre terrorista. Habla pausado, con voz queda y mirada perdida en el infinito, rememorando momentos que no olvidará nunca. No hay que preguntarle nada. Poco a poco, quizás por primera vez, vacía en voz alta sus recuerdos. Este es su testimonio:
“Minutos antes de las ocho de la mañana me enteré por la radio de las primeras noticias del atentado. Al principio, cuando todavía no se hablaba de víctimas, pensé que era una barbaridad más a las que desgraciadamente estamos acostumbrados con el terrorismo. Cuando se empieza a conocer la magnitud de los hechos, empezamos a movilizar al personal de asistencia para reforzar al de coordinación, además de recibir y orientar las llamadas de muchos trabajadores que estaban en su día de libranza y se ofrecían voluntarios para ir donde fueran necesarios”.
“Como yo estaba de jefe servicio ese día, permanezco inicialmente en las oficinas organizando los movimientos de efectivos. Alrededor de las diez y media me marcho a Santa Eugenia, que era el único lugar donde no teníamos representación a nivel de jefatura. Cuando llego allí, había una situación alarmante, con amenazas de nuevas bombas que podían explosionar. Cuando conseguí entrar en aquella... bueno, no sé ni cómo calificarlo porque aquello era espantoso. En una primera mirada parecía como si fuera una película de barbarie y cuando me fui acercado y me encontré con aquel primer cadáver tirado en las vías del tren... no sé, la cabeza no rige, te quedas espantado de lo que empiezas a ver. Creo que la propia dinámica de nuestro trabajo nos hizo ponernos una venda en los ojos y empezar a trabajar. Comenzamos a retirar cadáveres conforme la policía nos lo iba indicando”.
 
Hiladas de bolsas blancas
 
Tras esta labor inicial, Alegre decide marchar a Ifema, donde se ha instalado una tremenda nave para recibir a los muertos. Así lo recuerda: “Alrededor de las tres y cuarto habíamos terminado de recoger los catorce fallecidos de Santa Eugenia, y con el último furgón me fui al Pabellón 6 de Ifema. Al llegar allí quedamos desangelados al ver un pabellón grandísimo, ocupado por una barbaridad de gente moviéndose de un lado para otro, forenses, Policía Científica... y, en un lado, las hiladas de bolsas blancas que contenían los cadáveres del atentado; es algo que a nadie se le va a olvidar. Estuvimos hasta las seis recibiendo poco a poco más cuerpos, sobre todo de la zona de Atocha y del Pozo”.
“La gente de Ifema se comportó con nosotros de forma maravillosa, y nos preparó un habitáculo para que nuestra gente de tanatopraxia pudiera adecentar los cadáveres lo mejor posible. Fue tremendo lo que hicieron, trabajaron y dejaron los cuerpos de forma que las familias esperaban ver una catástrofe y se encontraron con familiares que parecían que habían salido de un hospital. La labor de estos muchachos fue increíble”.
Los recuerdos continúan aflorando a la mente de este ejecutivo que vivió el peor día de su vida profesional. Con la vista perdida en un punto lejano e indeterminado, prosigue su relato: “Nos prepararon otra zona para el departamento de contratación, donde el personal se preparó para recibir a las familias en una situación no prevista, porque nadie se había enfrentado nunca a un caso similar. A las seis y media o las siete empezamos a trabajar ya con aquellos cadáveres que la Policía Científica había identificado, coordinados con gente de Policía Municipal y Samur, que hicieron una labor bárbara. Uno de los momentos más dramáticos que viví fue cuando nos fueron llegando las familias a ver a sus muertos. Allí se vivieron situaciones muy tensas, muy dramáticas. Tengo grabadas en lo más profundo de mí tanto esos primeros cadáveres que vi en Santa Eugenia, como esas reacciones de los familiares a la hora de identificar a sus seres queridos. Han sido los momentos más dramáticos que yo he podido vivir, porque te sientes impotente, no sabes cómo puedes ayudarles, no sabes qué puedes decirles, cómo tenderles una mano para consolarles”.
“Yo estuve veinticuatro horas de vorágine -prosigue Pedro Alegre-. Entré el jueves, 11, a las siete de la mañana como jefe de Servicios y me marchaba el viernes a las siete de la mañana del pabellón de Ifema. Allí se vivió de todo, pero sobretodo, momentos de mucha angustia. Nos preocupaban mucho las familias, porque nuestra profesión tiene ese halo de profesión maldita, no entendida por la sociedad y somos esos profesionales que en esos momentos, en cualquier fallecimiento luchamos por serenar a las familias. La frase que más se escuchaba en los tanatorios por parte de nuestro personal, de los relaciones públicas era ‘¿En qué puedo ayudarle?’, tratar de socorrer a aquella gente rota, desorientada”.
 
Despliegue humano
 
“Nunca se ha visto en esta empresa el despliegue humano como en esta ocasión, con el fin de calmar a las familias. Eso me ha llamado mucho la atención. Sin que nadie nos lo dijera, todos buscábamos cómo ayudar lo mejor posible a esas familias en el momento en que se enfrentaban a la cruda realidad de encontrar a un ser querido muerto en un terrible atentado criminal. Hablas con los compañeros, poco, porque es un tema que tampoco queremos tratar y siempre sale la crudeza con que nos hemos encontrado y la sensación de esas familias a las que les han partido la vida por la mitad y que tienes que sacar de algún sitio calor humano que pueda paliarles en una mínima parte su dolor”.
¿Y la situación de las personas que se dejaron la piel aquellos días? ¿Cómo han quedado psíquicamente? Alegre narra su propio estado, fiel reflejo de la generalidad de trabajadores de la Empresa Mixta: “Yo creo que la tensión de nuestro trabajo estos días nos ha impedido aflorar nuestros propios sentimientos. Cuando vi la manifestación del día siguiente, el viernes 12, con dos millones y medio de madrileños en las calles, se me saltaron las lágrimas, pero lágrimas contenidas porque yo creo que no hemos roto todavía esa angustia que nos ha quedado dentro por lo que hemos vivido”.
“Ahora, en los ratos libre, no me apetece salir y me quedo en casa en una reclusión voluntaria, apoyado por mi familia que es consciente de que he pasado una situación muy dura y, sin decírmelo verbalmente, han intentado que yo reposara el ánimo. Eso es muy importante. No sé si habrá algún momento en que pueda hablar con ellos como estoy haciéndolo ahora, porque no sé hasta qué punto me apetece hacerles partícipes del horror que yo he vivido. Hasta el momento no me he sentido con el valor suficiente. Ahora sólo me queda angustia y desolación, que en algún momento tendrá que explotar. Nunca he vivido nada comparable con esto y espero no tener que vivirlo nunca más”.

Hombres invisibles
Celeste López
Periodista. Redactora de “La Vanguardia”

 
No sé cuál es su nombre. No me atreví ni a preguntárselo. Buscaba desesperadamente un cigarro en el que ahogar unas lágrimas incontroladas que no cesaban de manar de unos ojos tan tristes que oprimían el corazón hasta el dolor. El hombre había salido de la misa funeral de dos de las víctimas de este fatídico 11-M, a consecuencia del ataque de llanto que le había sobrevenido mientras el sacerdote hablaba de lo injusto de estas muertes. Y durante largos minutos lloró en soledad, junto a un compañero que también lloraba en silencio. Los dos juntos, abrazados, en un rincón y solos.
Únicamente sé que era el operario que se había encargado de trasladar esos cuerpos hasta el pabellón-tanatorio. Pero había llevado muchos otros más desde que a primera hora del jueves 11 de marzo, cuando cuatro trenes explotaban antes de llegar a su destino en menos de cinco minutos. “Ya no puedo más, no puedo. Se cree que estamos inmunizados ante el dolor, pero no es cierto. He visto cuerpos mutilados, familias destrozadas, el horror más absoluto...y ya no puedo más”. Y sentí tanta pena por este hombre y por otros que, como él, habían resultado invisibles durante la masacre, precisamente porque creía que estaban inmunizados ante el dolor.
Pocas horas después hablé con el responsable de Prensa de la Empresa Mixta de servicios Funerarios de Madrid. “Nadie los ha mencionado y, sin embargo, han hecho mucho para minimizar este horror. Nadie habla de ellos. Sólo recuerdan a bomberos, policías, sanitarios....Y es verdad que hicieron un trabajo ejemplar, pero con los vivos, De los muertos, se ocuparon ellos”.
Y me sentí culpable, porque yo también me había olvidado de los funerarios, esos hombres y mujeres que durante largas horas se encargaron no sólo de recoger a los fallecidos, de maquillarles, de adecentarles para evitar que sus familias despidieran a sus grandes amores con unas caras y unos cuerpos que no eran los suyos, que se habían ocupado de darles ánimo y de proporcionarles unos funerales y entierros de calidad, en unos momentos en que los familiares no podían ni pensar, sólo llorar.
Propuse un reportaje en “La Vanguardia”, periódico en el que trabajo, sobre el trabajo de los funerarios y así enmendar mi error y sacarles del silencio en el que todos, en unos momentos tan duros, habíamos sometido a estos profesionales. Y conocí a Rufino, a Antonio y a Ana...y me contaron cómo vivieron esas jornadas; cómo todos, sin importar si ese día libraban o no o si la jornada de trabajo había terminado, se pusieron manos a la obra y al servicio de la sociedad para ayudar en lo que fuera.
Cómo esta gran familia de funerarios dio su cariño a las familias cuando iban llegando a Ifema, ese recinto ferial convertido en gran centro del dolor de España durante tres días. Cómo lloraban cuando metían a los cadáveres en los féretros mientras sonaban los móviles, una y otra vez, mientras reprimían sus ganas de cogerlo y decirle a ese familiar que no esperara a comer a su ser querido, ni ese día ni ningún otro... Me contaron cómo se hundió una joven compañera cuando vio un dinosaurio verde en una bolsa de biberones, como el que tiene su hijo, y cómo después de llorar siguió haciendo su trabajo. Y del compañero que se encargaba de reconstruir los cuerpos, que llevaba más de doce horas trabajando sin cesar, como un profesional, hasta que de pronto cayó en la desesperación a ver el cuerpo inerte de un bebé de siete meses, y se acordó de su nieta...
Y mientras hablábamos y recordábamos reprimíamos las lágrimas, con mucho esfuerzo por nuestra parte porque mucho ha sido el dolor que hemos visto y sentido. Y me sentí fraternalmente unida a esta gente que, sin recibir nada a cambio, habían dado lo mejor de ellos mismos. Y me di cuenta de que, a pesar de lo que podamos creer en determinados momentos, hay mucha gente buena por ahí, mucho profesional competente y mucha humanidad. Lo peor de todo es que no nos damos cuenta de este tipo de cosas hasta que no ocurren las desgracias, porque a veces es necesario ver de cerca la muerte para saber qué bonita es la vida. Y eso los funerarios lo saben bien. Gracias por vuestro esfuerzo y profesionalidad.

La experiencia en silencio
Rafael Fraguas
Periodista. Redactor de “El País”

 
Los funerarios de Madrid han demostrado el 11 de marzo de 2004 que la mejor contribución que un colectivo laboral pueda hacer a la sociedad a la que pertenece es brindarle el fruto de su experiencia profesional. Y eso es exactamente lo que ha sucedido. En silencio, con una abnegación evidente y una entrega a su tarea cuya discreción no puede ocultar su profunda carga de humanitarismo, los funerarios que han trabajado el Madrid el día de la hecatombe y los días consecutivos han puesto de relieve que ellos y ellas han donado un broche de dignidad y de elegancia al fin de numerosas vidas que fueron cruelmente segadas por el terrorismo de masas en el eje Santa Eugenia-El Pozo-Daoiz y Velarde-Atocha, de la línea de Cercanías de Renfe.
Mientras algunos portavoces de otros colectivos concernidos en la tarea de paliar los efectos de los atentados no dudaban en imponerse a sí mismos, muy apresuradamente, medallas simbólicas por su comportamiento durante el drama -comportamiento cuyo juicio sólo corresponde a la ciudadanía- los funerarios guardaban la reserva que ha de presidir su trabajo para desplegarlo con la eficacia y prontitud exigidas para culminarlo de tan satisfactoria manera como lo hicieron. Sin embargo, como tantas veces ocurre, la superficialidad de buena parte del tratamiento informativo dado a los hechos ha sellado un reconocimiento que no precisaba de adjetivos, ya que únicamente la descripción sustantiva de la gesta funeraria consumada en Madrid hubiera bastado para que la opinión pública se formara una idea precisa de la envergadura del desafío asumido por el colectivo profesional y de su desenvoltura a la hora de encararlo y resolverlo. Salvo asuntos relacionados con la gestión de algunos tanatorios periféricos cuyos responsables vieron frustrada su disponibilidad para contribuir a mitigar con sus instalaciones la cuota de drama que, encomiablemente, deseaban gestionar, no ha habido, que se sepa, complicación alguna.
Pese a las magnitudes de los servicios funerarios exigidos, todo funcionó con una soltura que en ningún momento nadie parece haber puesto en cuestión. No obstante, la gestión y el tratamiento de la información relativa a los restos por parte de algunas autoridades y medios de comunicación ha dejado ver que casi nadie se hallaba eficazmente preparado para afrontar la singularidad de un atentado sin precedentes por su descomunal entidad. Es cierto que la dramaticidad del atentado generó unas expectativas sociales de información muy difíciles de compaginar con la necesaria prudencia que los asuntos funerarios requieren. Esto se comprobó de manera evidente en las informaciones procedentes de medios forenses que, al igual que muchos funerarios, trabajaron en ocasiones hasta cuarenta horas seguidas. Asimismo, el propio estado de shock que estremeció a numerosos vecinos, policías y sanitarios, también a periodistas, nos impidió a muchos de nosotros ver hechos que se manifestaban de manera evidente ante nuestros ojos. Por ejemplo, el asunto relativo a la presumible mezcla de restos óseos tras una cadena de explosiones como la que tan mortalmente sacudió aquellos trenes atestados de viajeros. Ahora bien, no podemos atribuir a tal choque emocional una duración indefinida, sobre todo en cuanto a las instituciones se refiere.
Por ello, pido a los lectores y lectoras la venia para que me permitan informarles en primera persona de que en uno de los frentes del dolor, el polideportivo Daoiz y Velarde, donde las circunstancias me situaron desde la primera hora de aquella mañana del 11 de marzo de 2004, los vecinos que acudimos a colaborar en las tareas de rescate y traslado de heridos y de muertos no dispusimos de camillas hasta dos horas después de sobrevenir las explosiones. Para combatir este déficit, pedimos al vecindario que contemplaba absorto aquel campo de muerte por donde una decena de personas nos movíamos que arrojara por las ventanas mantas con las cuales tuvimos que cubrir los cadáveres, primero, y desalojar a todos los heridos de las inmediaciones de los trenes donde, por cierto, todos temíamos en silencio el estallido de nuevas bombas. Era tan angustiosa la falta de camillas que algunos bomberos aserraron bancos metálicos con cuyas plataformas conseguimos agilizar unos pocos traslados. Nuestra obsesión era la de aminorar el dolor de los heridos, más de noventa en total, muchos de los cuales sufrían amputaciones y heridas abiertas, así como lesiones internas de extraordinaria gravedad, como sus vómitos de sangre permitían comprobar. Una simple camilla hubiera permitido realizar el trayecto de un centenar largo de metros entre los andenes del tren y el recinto cerrado del polideportivo en unos cuantos minutos, mientras que sin camillas el traslado sobre mantas, además de exigir hasta cinco personas para evitar que el herido rodara lateralmente al suelo o al agua de una piscina interpuesta en la ruta hacia el recinto climatizado del polideportivo Daoiz y Velarde, podía prolongarse hasta diez o doce interminables minutos de dolor para los heridos, cuyo movimiento sobre el tejido de lana les provocaba profundos dolores.
Otras carencias fueron las de agua, guantes, suero, material sanitario y, sobre todo, la de médicos experimentados en grandes catástrofes ya que, si la conciencia no me falla, hasta dos horas después de acaecer el atentado, la presencia de médicos identificables como tales, con batas y fonendos, apenas una pareja de extremada juventud, no fue visible en aquel recinto donde unas sesenta personas muy gravemente heridas, algunas agonizantes, yacían tumbadas en el suelo de hormigón, con apenas una manta como todo soporte, más otras cuarenta languidecían apoyadas sobre las paredes, no tanto por sentirse menos graves que las tendidas, cuanto por la apremiante necesidad de respirar mejor en posición erguida. No era infrecuente observar un herido sin rostro. En ocasiones, las miradas de los enfermos amputados demandaban en silencio una pregunta feroz: ¿Qué más ha de pasarme para poder recibir asistencia médica en condiciones y ser trasladado en una ambulancia?, parecían inquirir muchos de ellos hasta dos horas y media después de haberse producido la primera explosión en sus trenes.
Disculpen los lectores la sinceridad de este relato, pero con toda franqueza creo que, en ese enclave concreto donde asistí con otros vecinos de Madrid al drama que les he referido, la coordinación de tareas, una línea de mando clara, una asignación de prioridades de actuación nítida y precisa, encaminado todo ello a mitigar el dolor de aquellos seres gravísimamente heridos y a su urgente evacuación por ambulancias, no funcionó. Y una repetición de algo similar no puede ser admisible en ningún caso. Tomen pues nota las autoridades. Convoquen a los heridos, a los testigos y a los colaboradores. Contrasten la información. Hablen, sobre todo, con los profesionales. Averigüen las carencias y los errores subsanables. Y no consientan ni se consientan sacar conclusiones autolaudatorias antes de descubrir realmente qué paso para que sólo la iniciativa particular de un puñado de policías, bomberos, sanitarios y vecinos, actuando por su cuenta, funcionara con las tremendas limitaciones que la individualidad más hispana concebir quepa, con toda la carga de responsabilidad que sobre la salud de los enfermos lesionados todo ello implicó o pudo haber implicado.
Como enseñanza personal de aquel trance debo decir que el principal peligro de la conducción de un suceso como el que nos tocó vivir es la confusión. Durante tres horas ninguno de nosotros vimos que, tras el tren que ocultaba nuestra vista, desde cuyo contorno extrajimos los heridos y cubrimos a los muertos, ocultaba otro tren y otros heridos graves y muertos. Durante dos horas, nuestros heridos y nosotros nos sentimos abandonados por unos responsables de catástrofes que, sencillamente, no comparecieron, quizá porque pensaron que Atocha y Daoiz y Velarde, frente a la calle de Téllez, eran fruto de la misma explosión cuando se trataba, en verdad, de dos atentados diferentes, sobre trenes diferentes. Con certeza, algunos funerarios sentirán perplejidad ante este relato, por la torpeza con la que nos comportamos ante un acontecimiento inesperado como aquel. Ello es una razón de peso para que sean ellos los profesionales consultados en primer lugar, para que su experiencia y su sentido común nos guarezcan ante situaciones tan atroces como las que las víctimas de los atentados del 11 de marzo padecieron.