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Revista Adiós

PALABRAS SECRETAS / Héctor Alarcia Ventas

Publicado: miércoles, 01 de mayo de 2019

PALABRAS SECRETAS / Héctor Alarcia Ventas

Mi abuela olía a mar y a flores.
Se pasaba el día en el balcón cuidando de sus plantas, lo tenía lleno de macetas y cuando venías por la calle aún desde muy lejos se podían ver los pétalos de mil colores. Mi abuela no era muy habladora pero hablaba mucho con sus flores, y les cantaba. Por eso ellas le regalaban su color y también su aroma. Mi abuela vivía en un pueblo con mar del norte, y el viento la cubría de olor a olas mientras cuidaba las flores del balcón.
Yo nunca le llamé abuela, usaba una palabra secreta que se usa en los pueblos con mar del norte y que mis amigos no entendían. Cada verano mis padres y yo visitábamos a los abuelos y pasábamos las vacaciones con ellos junto al mar.
Mi abuela hacía las mejores croquetas del mundo. Ahora que lo pienso, mi abuela se parecía un poco a sus croquetas, un poco dura por fuera, pero suave y deliciosa por dentro. Tenía un dedo del pie torcido desde que nació, y yo nací con ese mismo dedo torcido en mi pie también. Mi abuela estaba muy orgullosa de nuestros dedos, aunque no me lo decía, pero yo notaba que me lo miraba de reojo y sonreía mientras freía las croquetas.
Un verano cuando llegamos al pueblo mi abuela estaba muy delgada, como cuando un globo se ha desinflado y le han salido arrugas. La siguiente vez que la vi aún no era verano. Mis padres me llevaron a un hospital de paredes verdes y me dijeron que estaba muy enferma. Mi madre lloraba y yo entendí que me habían llevado allí para que pudiera despedirme de ella. Cuando lo hice no abrió los ojos. Respiraba flojo y estaba muy dormida.
Esa misma noche la abuela se fue, esperó hasta que nos despedimos de ella, porque siempre fue muy educada, aunque apenas sabía leer. Yo nunca había conocido a nadie que se hubiera muerto. Me dio mucha pena y recuerdo que lloré mucho rato como los demás. Durante el funeral volví a llorar, no podía parar de hacerlo. En un momento oí que alguien le decía a mi madre:
-Esto nos va a pasar a todos.
¿A todos?
Antes de aquello jamás había pensado que me fuera a morir, la verdad, y tuve mucho miedo. No pude dormir aquella noche pensando en todo aquello.
Empecé a poner cojines en el suelo junto a mi cama aunque hacía mucho tiempo que no me caía de la cama al dormir.
También empecé a dejar de jugar a fútbol en el patio con mis amigos porque me daba miedo hacerme daño. Me quedaba sentado en un rincón y les miraba.
Si tenía un poco de tos, le pedía a mi madre que me llevase rápidamente al médico y mi padre siempre me decía que no cuando yo quería tomar más jarabe por si acaso.
Dejé de comer caramelos y de ver la tele porque había oído que eran malos para los niños.
Pensaba mucho en que no quería morirme y empecé a no poder dormir solo. Mis padres me dejaban meterme en la cama con ellos y me daban besos y abrazos, pero yo notaba que estaban preocupados.
Un sábado tuve una idea y empecé a hacer las cosas hacia atrás, porque pensé que si podía deshacer todo lo que había hecho no me haría mayor. Así que me fui a dormir, luego me cepillé los dientes, cené, me lavé las manos, me puse la ropa, bajé al patio, subí de nuevo a casa, me puse el pijama, hice los deberes, me eché la siesta, me cepillé los dientes, comí, me lavé las manos, y así todo hacia atrás. También caminaba hacia atrás y mi padre se rio y me dijo que parecía un cangrejo. Mi madre no se rio y parecía cada vez más preocupada. Incluso intenté hablar al revés, pero era muy difícil y además no me acordaba de todo lo que había dicho antes.
Para el lunes ya había decidido que aquello no funcionaba y seguía teniendo miedo. Aquel verano cuando fuimos al pueblo con mar del norte, mi abuela ya no estaba en casa pero aún estaba mi abuelo.
Mi abuelo olía a mar y a madera.
 De joven había sido carpintero y fabricaba mesas, sillas y armarios con sus manos. Los adornaba con imágenes de señores con boina que fumaban en pipa y de chicas que bailaban con pañuelos en la cabeza y él mismo las tallaba en la madera porque decía que era carpintero pero también un poco artista. El olor de la madera y el barniz se le pegaron al cuerpo para siempre. Le gustaba pasear por la playa todos los días por la mañana, aunque lloviese un poquito, antes de ir con sus amigos a beber un vino y comer cacahuetes. Esas mañanas, el viento le cubría de olor a olas.
Yo nunca le llamé abuelo, usaba una palabra secreta que se usa en los pueblos con mar del norte y que mis amigos no entendían. Mi abuelo tenía las manos duras y ásperas, la mirada suave y el corazón grande y blando como miga de pan. También tenía poco pelo pero siempre me contaba que de joven lo tuvo negro, rizado y duro, justo como el mío, y que una vez partió un peine intentando domarlo. Mi abuelo estaba muy orgullosos de mi pelo, y creo que también le daba un poco de envidia.
Aquel verano mi abuelo también parecía un globo desinflado o una vela que se estaba apagando. Cuando le vi me puse muy nervioso y muy triste. No quería hablar con él porque se me ponía un nudo en la garganta y no sabía qué decirle.
La mañana antes de volver a casa, al final del verano, mi abuelo me cogió de la mano con su mano áspera que olía a madera y me llevó a la playa. Se sentó a mi lado en la arena y miró al mar un rato en silencio. Luego, empezó a hablar. Me llamó cariño -pero en ese idioma secreto de los pueblos con mar del norte- y me dijo que no tuviera miedo.
-Siempre estamos, aunque nos hayamos ido. Me tocó el pecho. Estamos aquí. Me tocó la frente. Y estamos aquí. Luego se rió y me tocó el pelo. Y yo estoy aquí aunque parezca mentira, y ahí está tu abuela. Dijo señalándome el dedo del pie. Algún día dentro de mucho tiempo volveremos a estar juntos en otro lugar, aunque no lo sé seguro, es lo que yo creo. De todas formas, mientras tanto, tienes que hacer algo por mí.
-¿Qué tengo que hacer? Pregunté yo. Y el abuelo me lo dijo. Mientras hablaba excavó un agujero con sus manos ásperas. Luego señaló dentro y yo entendí. Cuando estuvo hecho me cogió de la mano y me compró un helado de fresa. Si no habéis comido un helado de fresa cubierto de olor a olas del mar del norte, no sabéis lo que es bueno.
La siguiente vez que vi a mi abuelo fue en el hospital de paredes verdes. Estaba muy dormido y esa misma noche se fue, yo creo que con mi abuela. Y creo que siguen siendo felices. No consigo recordarlos de otra manera que no sea sonriendo, sonriéndose el uno al otro. Eso está muy bien, creo.
Al atardecer subimos al cementerio que está en una loma a las afueras del pueblo. Se ve el mar desde allí, siempre me ha parecido un lugar bonito. Esta vez ayudé a mi padre y mis tíos a llevar el ataúd desde la capilla del camposanto hasta el nicho, después de la última oración del sacerdote. Creo que sentía que ya era mayor para hacerlo.
Mi abuelo tenía razón: ellos siguen estando no sólo en las fotos del cuarto de mi madre. También están dentro de mi cabeza y de mi pecho, justo donde él dijo. Están cada vez que huele a mar, a flores o a madera. Están cada vez que como croquetas, que nunca son tan buenas como las de mi abuela. Están cada vez que veo una boina o como cacahuetes. Están cada vez que me peino con esfuerzo ese pelo que sé que se caerá, o cuando el calcetín se me engancha en mi dedo torcido.
Algunas veces me pregunto si en algún lugar bajo la arena de la playa sigue enterrado el miedo que el abuelo me dijo que pusiera allí.
Mis recuerdos huelen a mar, a flores y a madera. Mis recuerdos de vez en cuando susurran palabras secretas de los pueblos con mar del norte que mis amigos no entienden.
Tengo ganas de que llegue el verano y dar un paseo por la playa.

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Fotografía: Jesús Pozo
 


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