viernes, 26 de abril de 2024
Enalta
Revista Adiós

Cuento ganador del V Concurso de Tanatocuentos

Publicado: viernes, 27 de mayo de 2005

PANTALONES LARGOS / Teresa Núñez Luque

En la hora triste en que la luz irisada de La Habana se extingue, Ernesto Cienfuegos se sienta en el porche de su casa color ocre a tomar su café cubano; lo prepara espeso, espesísimo, tremendamente concentrado, con gran exceso de azúcar, como es costumbre en la isla. Suele servirlo en una de sus minúsculas tacitas de cenefas verdes; las otras, las del reborde dorado, se las llevó su padre consigo el día que cogió sus bártulos y se fue a Sierra Maestra, en pos del comandante. A Ernesto Cienfuegos le gusta oír el tintineo de la cucharilla contra la loza verdiblanca: tic tic tic tic. 

Desde su atalaya vespertina, Ernesto Cienfuegos divisa la parte más saliente de la bahía; a esa hora rosa y áurea, La Habana siempre le ha recordado una Venus naciendo de la espuma del mar. A menudo, Ernesto Cienfuegos alarga el ritual hasta que ya es noche cerrada. Cuando acaba, se retira siempre al interior de la casa, con la nostalgia del único sitio que existe en La Habana donde sirven el café a la hora en que ya han cerrado todos los bares; se recoge, con la nostalgia del día en que enterró a su madre muerta.

A veces, no pocas, Ernesto Cienfuegos le echa al café un chorrito de ron Paticruzado; eso sólo si ha podido hacerse antes con un bocadito de queso, ese que le cambia a Yamilé, su vecina mulata, por dos monedas de a peso. Años atrás, mucho antes del periodo especial, podía incluso acompañar su densa taza con dulces comprados en La Habana Vieja -calle Aguilar, entre Amargura y Obrapía-. En esas ocasiones, al salir del colegio, Ernesto Cienfuegos montaba en su bicicleta china, pasaba por su casa para dejar los libros  -esos en que se hablaba de José Martí, el padre de la patria-, cogía unos pesos del bolsillo del delantal de su  madre, y volaba como el viento hacia la mejor pastelería del centro. En el camino de vuelta, se entretenía siempre en la plaza de la catedral, saludaba a los vendedores de coral apostados en las columnas de “El Patio”. Ernesto Cienfuegos había intentado varias veces colarse en ese bar  y probar el café que daban a los turistas. No tuvo nunca éxito. Al menor signo, aquel camarero altote de espeso mostacho de morsa, le agarraba por el pescuezo y lo sacaba del local con gran revuelo de sillas y mesas. De regreso a casa, Ernesto Cienfuegos hallaba siempre sobre la mesa el plato de moros y cristianos  -arroz con frijoles negros estofados-  que su madre, invariablemente,  le preparaba para cenar. En aquel tiempo, Ernesto Cienfuegos nunca tomaba café en casa; su madre no le dejaba; decía que era sólo para hombres y que él aún llevaba el pantalón corto y los calcetines largos. 

 - Cuando yo me muera y me entierres podrás hacer lo que quieras- le decía la madre.

La madre de Ernesto Cienfuegos era un poco santera, se pasaba el día invocando a Yemayá; cuando podía, cogía el transbordador  y acudía a Regla a ofrendarle conchitas y piezas de coral; ella siempre dijo que Yemayá le había dado la fertilidad. Uno de esos días, unos gallegos la vieron conjurando a la diosa y le ofrecieron unas monedas por leerles la palma de la mano.  Esa noche no cocinó el arroz con frijoles; preparó langosta enchilada y yuca con mojo. No quiso que el chico tomara café, porque alteraba el ánimo. A la mañana siguiente, Ernesto Cienfuegos encontró a su madre muerta, acurrucada como si aún durmiera, desmadejada en el sillón de orejas del cuarto. 

Esa era la primera vez en que Ernesto Cienfuegos veía un muerto. Nunca antes. Las vecinas le ayudaron con el ritual, gritaban y lloraban como si hubiera llegado el fin del mundo. Se desgañitaban. Sólo paraban para beber a sorbos el café que Nélida, la más vieja de ellas, preparaba en el hornillo de la cocina. Ernesto Cienfuegos se mezclaba con ellas, por ver si entre moco y moco le ofrecían un poco de ese líquido prohibido, pero sólo alcanzaba a disfrutar del aroma.

El coro de vecinas llevó a enterrar a la madre de Ernesto Cienfuegos al cementerio de Colón. En la sala de vela, Ernesto Cienfuegos observó cómo disponían el cuerpo en el ataúd, ataviado de blanco y rodeado de flores color leche y vainilla; alguien le había ceñido alrededor de la frente una corona de lilas que se le enredaban en la reseca melena castaña que él descubría suelta por vez primera. Toda esa preparación le confería, a los ojos de Ernesto Cienfuegos, un aspecto extraño; su tez le recordaba los polvos de arroz que a veces usaba para hacer sopa; eso era, pensaba él, porque su madre había bebido en vida poco café; a él no le podía  pasar eso; él lograría probar el café y los bollos de todos los bares de la ciudad. 

 Ese mismo día Ernesto Cienfuegos descubrió que hay un lugar en La Habana donde dan gratis café con bollos a la hora en que todos los cafés ya han cerrado. Allí, en la desmañada antesala del tanatorio municipal, un funcionario de la república brindaba, a modo de consuelo, una humeante taza del negro líquido a los familiares de los difuntos. Tenía el hombre la misma faz cenicienta que los muertos que custodiaba; vestido con una guayabera blanca, apenas sobresalía del mostrador que le separaba de una cola serpenteante y poco disciplinada: la de aquellos que esperaban aliviar su pena con el oro oscuro y  las tortas divinas de miel y azúcar con que el gobierno les daba su condolencia.

Al principio, Ernesto Cienfuegos no se atrevía a dejar a su madre en el cuarto sin más compañía que aquellos gruesos  velones llorando cera sobre el suelo negro; más tarde, el recuerdo de no haber comido nada desde el momento en que encontrara a la madre vencida sobre el brazo del sillón de orejas se le instaló como un huésped en el estómago, y el olor del café empezó a tirar de él como un imán. En ningún otro sitio  -pensaba Ernesto Cienfuegos- iba a poder probar el café espeso y dulce y esos bollos níveos y tiernos como algodón. Dejó el cadáver a oscuras, para que la llama de los cirios no prendiera el vestido blanco de la muerta. Se colocó al final de la fila. El hombre menudo con guayabera iba preguntando uno por uno, como una letanía:

- A ver, ¿usted de qué difunto es pariente?

- De Marco Antonio Martín  -contestó una mujer gorda con rulos en la cabeza. Un niño pequeño se le agarraba a la pierna izquierda como una lapa; los mocos le colgaban de la nariz con avaricia de la boca, tan próxima.  – Era mi marido.

- Sí señora, pero sólo le corresponde una taza de café y un bollo. Para usted o para el niño, pero sólo uno.

- Pa’mí, pa’mí  -replicó la gorda-. El niño es muy chico....

- Vamos, vamos  -chillaba el funcionario-; ¡el siguiente! ¿Cuál es su muerto?.

-  Rosa Garrido  -farfulló entre sollozos el que le tocaba, un guajiro de cara cetrina y arrugada como una pasa -.   Era mi mamá...

- Pero, ¿cómo? Oiga, ya usted no me tome más el pelo. Rosa Garrido murió hace un mes. ¿qué usted quiere?

- Sí, pero entonces yo no sabía nada del café y los bollos, y ahora reclamo lo que me tocaba!

- ¡Venga ya, carajo, ya no me joda más! – rechinó el del mostrador- ¡Fuera de aquí!

El guajiro arrugadito no contestó; se dio la vuelta e hizo como que se iba, pero volvió a colocarse al final de la hilera.

Cuando le tocó el turno, Ernesto Cienfuegos temblaba como una hoja.

- Mi mamá se ha muerto esta mañana; se llamaba Aimée Palacios. Vengo solo y ya tengo edad para tomar café. Y bollos, también. 

El funcionario le miró de arriba abajo; repasó la lista; un poco a desgana, le sirvió un chorro de café en una taza desportillada y mal lavada y le ofreció una especie de panecillo grumoso. No era ni de lejos el mejor café de la isla ni el mejor bollo, pero a Ernesto Cienfuegos, allá en el rinconcito del cuarto junto a la madre muerta, le supo a gloria. Tomaba tímidos sorbitos para hacer durar más el contenido del recipiente. A la mitad de la taza, se acercó al ataúd y le dijo a la muerta:

 - Mira, mamá; ya tomé café; ya soy un hombre. Mañana me pondré pantalones largos.