martes, 19 de marzo de 2024
Enalta
Revista Adiós

Roberto Villar


Guionista, con una experiencia que empieza a ser demasiado larga.
Escritor.
Su última novela: "tus dos nombres"
 

| HABÍA UNA VEZ TRES NIÑOS Y UN MUNDO

07 de marzo de 2019

HABÍA UNA VEZ TRES NIÑOS Y UN MUNDO

Había una vez tres niños y un mundo. Ya se sabe que un niño contiene a muchos hombres, y también que -parafraseando a Paul Éluard- hay otros mundos, pero están en éste. Tam­poco se desconoce que quienes hicieron los mapas han dispuesto que el norte esté arriba y el sur abajo, siendo que en el espacio no existe ni el arriba ni el abajo. Pero el Poder impone sus metáforas.

Pues bien, cada uno de estos tres ni­ños, habitantes del mundo y, sobre todo, de “su” mundo, acabaron siendo abra­zados por un destino común: la muerte temprana, injusta y estúpida. De cada uno de ellos hemos tenido noticias.

De uno, la información recibida ha sido escasa y fugaz. Quizá por esa ilusión óptica que nos hace creer que lo que está lejos no nos resulta tan cercano. Primero, lo que ocurre en mi casa; luego, lo que pasa en mi calle; después, en mi ciudad; en mi país; tras la frontera... Parece haber una progresión de la sensibilidad, que la distancia desgasta progresivamente. Un pajarito muerto en nuestro patio nos estruja más el corazón que un niño asesi­nado a diez mil kilómetros. ¿La sensibili­dad humana distingue entre nacionales, extranjeros, y lejanamente exóticos?

De la otra víctima, sobreabundancia de datos e información acerca de las circunstancias que rodearon su muerte; su complejo intento de rescate; vida y obra de los “héroes” que hicieron lo imposible por devolver al niño a sus padres; declara­ciones ciudadanas que reflejaban la pena, el desconcierto, y también -en más de un caso- la necedad. ¿Cómo alguien puede llamar, en un medio público, “pequeño minerito” a un niño de dos años que tuvo la desgracia de caer en un estrecho pozo de más de 100 metros de profundidad?

Del último niño, la información que se difundió ha sido casi inexistente. En este caso, lo que tal vez mandó por encima de la objetividad, de la búsqueda de la verdad, fue el poder paleto -pequeño y enorme a un tiempo- de pertenencia a una clase. A un “estilo de vida”. A una malsana tradición. ¿Qué hace un niño de cuatro años en una cacería?
El silencio es un valor. Bien lo saben los músicos. El manejo de los silencios es ineludible para que la partitura de quie­nes matan o mienten -o ayudan a que se mate y se mienta- siga siendo ejecutada por los que se han dibujado del lado dora­do del mapa.

•••

Había una vez un niño nacido en un país de Latinoamérica. Se llamaba Felipe. Era el más joven de la pobre familia que abandonó su tierra, ubicada en el lado famélico del mapamundi, y cruzó penosa­mente hasta la parte rica, esa que reparte fortuna entre los peores postores y sabe prometer esperanzas -sin puertos felices a los que arribar- a los no elegidos.
De siempre los cuentos infantiles con­tienen soldados. Obedientes soldaditos de plomo que están a las órdenes de una bandera -ese colorido muro que se agita con las caricias del viento más “noble”-, y ya se sabe que todas las banderas tienen el gatillo fácil. A este pobre niño guate­malteco de ocho años, precisamente, lo mató uno de ellos, y sin siquiera disparar una bala: lo hizo simplemente desasis­tiéndolo, dejándolo morir.
Los niños que no tienen un bosque cerca lo imaginan sin dificultad. Por lo tanto, todos los niños tienen un bosque cerca. Julen no necesitaba imaginarlo. Tenía un extenso bosque donde jugar. Tal vez no de los mitificados por la literatu­ra infantil, pero con dos años cualquier páramo es un vergel. Tampoco tuvo que imaginar un pozo por el que caer.
Al tiempo que todo se teñía de negro para él, los medios -y sé que todos ellos se considerarán la excepción- se ponían el camuflaje amarillista. Si la agonía dura trece días, mejor que diez. El factor tiem­po ayuda a extender el calvario -el sus­pense, la esperanza- que permite trocear el drama en fascículos, al tiempo que no deja resquicio para seguir informando de todos esos otros dramas que continúan sucediendo fuera del pozo.
Matar animales es una práctica que acompaña al Hombre desde tiempos inme­moriales. Era una necesidad ineludible para la supervivencia. En muchos sitios lo sigue siendo. Algunas actividades íntimamente ligadas con la vida y, por tanto, con la muer­te, derivan en deporte o tradición, y pasan a ser leídas como representaciones míticas, teatralizaciones de lo que entonces era una realidad insoslayable. Nos alejamos de la Naturaleza para acercarnos a la Cultura.
Pero nunca abandonamos por completo nuestro lado primitivo. Quizá por eso, en ciertos ámbitos, no es un hecho reseñable que un niño sea llevado a una cacería -a un ritual- de la mano de su abuelo y su padre.
A las armas las carga el diablo. Y nin­guna bala perdida lo está del todo, pues todas llegan a algún destino. Y entonces bien puede ocurrir que un niño de cuatro años muera en un “accidente” de caza. El nombre del niño no ha trascendido.
•••
 Y colorín colorado, no se me ocurre ningún final feliz para este intento de cuento que acaba casi antes de empezar.

Nota. Como ejercicio práctico, estima­do lector, sugiero la búsqueda de noticias acerca de estos tres casos. No tarda uno en comprobar los diferentes grados de información y desinformación que se emiten y recibimos. Nos velan o desvelan partes del camino, editando con inten­cionalidad las cuestas, las curvas, las velocidades. La objetividad es imposible, pero no lo es el empeño en perseguirla.

En la fotografía, la familia en el funeral por el niño Felipe Gómez.