sábado, 27 de abril de 2024
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Revista Adiós

Pedro Cabezuelo


Psicólogo clínico. pedrocg2001@yahoo.es

Firmas | Culpables de vivir

26 de diciembre de 2018

“Advirtió que los niños tienen ineluctablemente la culpa de aquellas cosas de las que no tiene la culpa nadie” Miguel Delibes, “El camino”

Culpables de vivir

Este verano estuve pasando unos días en un pequeño pueblo extremeño. Hace cuatro años, cinco jóvenes del equipo de fútbol del lugar perdieron la vida en un desgraciado accidente de autobús. Desde entonces, cada familia ha lidiado con distinto resultado- con el profundo dolor que supuso su pérdida. Algunos no sehan sobrepuesto aún, apenas salen y evitan el contacto con cualquierpersona o cosa que les recuerde a su hijo. Otros, poco a poco tratan derehacer sus vidas y conviven como buenamente pueden con su recuerdo. Alguna pareja se ha roto, como es frecuente cuando se pierde un hijo. Todas las familias de las víctimas han tenido que recomponer su existencia obligadas por el terrible hachazo que sufrieron. Siendo padre, he intentado ponerme en su lugar para tratar de comprender mínimamente lo que deben sentir.

Puedo imaginar, vislumbrar de lejos, lo que los padres deben estar sufriendo. Pero no logro ponerme en el lugar de los supervivientes del accidente ni consigo imaginar lo  que sienten.
Muchos de ellos experimentaron -y aún siguen teniendo- sentimiento de culpa por haber sobrevivido. Es algo frecuente en accidentes, catástrofes o tragedias en los que hay muchas víctimas mortales. Aviones, autobuses, ferrocarriles, barcos... cuando ocurre un accidente grave en alguno de estos medios de transporte, parece inevitable que el número de fallecidos sea elevado, ya que el número de pasajeros también lo es.

Pero casi siempre (salvo en los accidentes aéreos, donde en muchas ocasiones no hay supervivientes) hay un grupo de personas, más o menos numeroso, que sobrevive. Personas a las que el azar parece haber favorecido y que, tras superar el shock traumático inicial, deben continuar con su vida. Muchas de ellas se preguntan una y otra vez por qué siguen vivos, por qué no han muerto. Por qué el compañero de asiento murió y en cambio él o ella sobrevivió. Cómo es posible que, sin llevar el cinturón de seguridad puesto, saliera andando por su pie, mientras que otros que sí lo llevaban no tuvieran tanta suerte.

Explicaciones racionales, como que todo es fruto del azar, no parecen servir para convencer ni tranquilizar a ninguno. Las explicaciones religiosas tampoco suelen dar mejor resultado. La mente entra en una especie de bucle y no es capaz de salir de él. Solo se piensa en eso, no parece haber modo de parar esos pensamientos recurrentes ni parece haber cabida para otros. Al conjunto de síntomas que se desarrollan tras haber sobrevivido a una situación como las descritas se le denomina síndrome del superviviente.
 
El síndrome
 
Fue tras la Segunda Guerra Mundial cuando se acuñó el término.
Los psiquiatras encontraron en los supervivientes de los campos de concentración unos patrones de conducta y pensamiento que llamaron “síndrome del campo de concentración”. Después, observaron esos mismos síntomas en los supervivientes de otras catástrofes, cambiando entonces a su denominación actual. Básicamente, los supervivientes no pueden recordar bien el suceso, con lagunas o amnesia parcial. Evitan cualquier cosa que pueda recordárselo, sufren cambios frecuentes de humor y padecen trastornos del sueño.

Además, suelen tener una gran dificultad para concentrarse y están casi siempre en estado de alerta, hipervigilantes. Todo ello suele ir acompañado de lo que comentábamos: sentimiento de culpa por seguir con vida.

Podemos entender con relativa facilidad algunos de los síntomas.
La hipervigilancia, los trastornos del sueño, la dificultad para concentrarse... todos son explicables desde el recuerdo, desde la huella grabada en su cerebro, que hace que los sujetos se sientan vulnerables, frágiles, en permanente alerta ante el peligro. Eso hace que no puedan dormir bien, ni bajar la guardia, ni concentrarse en otra cosa. Tendrá que pasar un tiempo, y será necesario algún trabajo de elaboración interna para que el cerebro encuentre de nuevo, poco a poco, cierta tranquilidad y deje de ver peligros por todas partes.

Pero ¿y el sentimiento de culpa por haber sobrevivido? ¿desde dónde nos gasta nuestra mente esa mala pasada de hacernos creer que somos culpables por no haber muerto? ¿cómo alguien que viaja en un avión y se salva en un accidente puede sentirse culpable por ello?
Y un superviviente de Auschwitz ¿puede considerarse culpable de algo? La respuesta lógica, evidente y clara, pero que no sirve para nada a quien lo sufre, es que no.
 
El sentimiento de culpa

 
El sentimiento de culpa es una emoción que tiene su origen en la estructura moral y ética del sujeto.
Freud denominó “Superyó” a esa parte de nuestra psique que albergaría al conjunto de normas y valores interiorizados desde la infancia, y que actuaría como nuestra guía moral, permitiéndonos distinguir el bien del mal. Parece claro que en este “conjunto de instrucciones internas sobre lo correcto y lo incorrecto” o “manual de buen comportamiento” no encontraremos ninguna referencia acerca de la inconveniencia de sobrevivir a una tragedia. En cambio, sí es probable que nos encontremos muchas que nos advertirán que no es de recibo matar o hacer daño a los demás. La culpa surgirá cuando sintamos que hemos infringido -ya sea por acción o por omisión- alguna de las reglas que figuran en nuestro Superyó.

 Es algo que surge merced a una interpretación subjetiva que realiza nuestra mente. Pero de nuevo surge la misma pregunta: ¿qué infracción de qué regla, o qué interpretación es la que nos hace sentirnos culpables por sobrevivir? Si el sujeto piensa y siente que pudo hacer algo para salvar a alguien, pero no lo hizo, existiría cierta lógica en su reproche interno y en la aparición del sentimiento de culpa por no haberle ayudado a salvarse. Pero si no es el caso, de nuevo nos hallamos ante la dificultad para encontrar sentido a los reproches y a la culpa. Las terapias cognitivas tratarán de hacerlos desaparecer, o de cambiarlos, a base de hablar y analizar los pensamientos y las atribuciones erróneas de culpabilidad. Pero no nos aclaran la génesis de ese sentimiento. Hay que buscar, pues, alguna “lógica” con la que explicarnos su aparición.

La búsqueda de sentido
 
La imposibilidad de encontrar una razón que explique por qué uno se ha salvado mientras que muchos otros murieron no hace que el cerebro deje de buscarla. Es el conocido efecto de inventar un sentido para lo que no lo tiene, la tradicional tendencia humana a completar lo incompleto, a suponer un designio en el azar. Si fallan los mecanismos de explicación “adultos”, el cerebro seguirá buscando para encontrar alguno. Cuando no sirven la razón, la religión o cualquier otra ficción protectora, cuando fracasan las explicaciones disponibles, nuestra mente buscará alguna que llene ese vacío de significado. Y puede servir-nos aquella que nos sirvió en algún momento de nuestra vida. Aunque sea más primaria, más infantil, dará igual: si nos aporta algún sentido, nos servirá.

Los niños sienten que están implicados en todo lo que ocurre. Son autorreferentes, todo lo que pasa a su alrededor -bueno o malo- es por ellos o depende de ellos.
Es así en sus primeros años de vida, hasta que poco a poco van dejando de considerarse el centro de todo y comienzan a entender que las cosas pasan, no por ellos ni contra ellos, sino a pesar de ellos.
Así, es frecuente que se sientan culpables por algo sin serlo realmente.

Pero también le puede pasar a jóvenes y adultos. En algunas circunstancias pueden volver a utilizar el “modo infantil”, y culpar-se de forma gratuita si con ello se explica algo que no hay forma de entender de otro modo. A fin de cuentas, para nuestra mente es mejor alguna explicación que ninguna. Por absurda que sea.
 
 Foto de Jesús Pozo