jueves, 18 de abril de 2024
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Revista Adiós

Ginés García Agüera


Periodista especializado en cine. Colaborador de "Adiós Cultural" desde el número 1.

CINE | 'Truman'

21 de diciembre de 2018

Cómicos en el tanatorio

'Truman'

El asesor funerario de un gigantesco tanatorio a las afueras de Madrid informa a un cliente de las condiciones,
precios, opciones, alternativas y atenciones a un difunto y su familia. Enterramiento, cremación, modelos de ataúd, urnas con diferentes diseños... o biodegradables, de sal para disolverse en el mar... vídeos recordatorios de la persona finada, música, ornamentación floral, ceremonias, anuncios en la prensa...

Todo ello sucede en la película “Truman”, dirigida por Cesc Gay hace un par de años, e interpretada por Ricardo Darín y Javier Cámara, acompañados de una docena de secundarios de lujo. Darín da su aliento mágico a un enfermo terminal de cáncer que se halla inmerso en solventar cuestiones pendientes antes de morir, tales como la custodia de su perro, los estudios de su hijo o su propio entierro.
 El actor que interpreta en esa película al trabajador del tanatorio no es otro que Javier Gutiérrez, un tipo que destila energía y talento en cada trabajo que lleva a cabo, ganador de muchos Feroz, Goya, Max, Forqué y cuantos premios cinematográficos, televisivos y teatrales existen en este país, gracias a inmensas actuaciones suyas en cualquier campo creativo al que haya podido enfrentarse. Fue el protagonista de “La isla mínima”, de Alberto Rodríguez, encarnando a un policía de oscuro pasado; y ha sido recientemente el encargado de encabezar el reparto de “El autor”, de Manuel Martín Cuenca, sobre una novela de Javier Cercas, en la que su personaje no duda en transformar la realidad de su entorno más  cercano con tal de conseguir una historia con la que alimentar su vocación de escrito
 
Dice Javier Gutiérrez que gran parte de sus referencias actorales son nombres como los de José Luis López Vázquez o Alfredo Landa. Claro, tipos corrientes, de la calle, capaces de asistir a un entierro, una boda, vestir así, de normalitos, verse inmersos en problemas, parecerse a todos y cada uno de nosotros. Las referencias de Gutiérrez son la estirpe de cómicos eternos, esos que llenan pantallas, que comen y roban planos a los protagonistas cuando actúan de secundarios; y cuando lo hacen de protagonistas refulgen como lámpara de millones de vatios. Esa raza curtida en decenas de pequeñas películas o piezas de teatro casi anónimas, esas gentes que, como decía bien el inolvidable Ángel Fernández Santos, portaban serrín en las venas, serrín de escenarios; olor impregnado de pensiones baratas, cómicos de veinte mil leguas deseándose éxito y supervivencia en cada pueblo, en cada función, en cada soplo de aire frío.
 
Ellas y ellos, entrañables actores que han hecho de la dignidad un oficio. Qué sería de nuestra memoria colectiva sin la evocación de monstruos como María Luisa Ponte, Pepe Isbert, Rafael Alonso, Rafaela Aparicio, Amparo Soler Leal, Agustín González, Pilar Bardem, Saza, Alexandre, los Gutiérrez Caba, Pepe Sacristán, Lola Cardona, Antonio Garisa. Cómo podríamos construir nuestra cuesta emocional sin Concha Velasco, Pepe Orjas, Juanjo Menéndez, Guadalupe Muñoz San Pedro, Manolo Morán, Lali Soldevilla, Luis Ciges o Elvira Quintillá. Esa estirpe gozosa continúa, y Javier Gutiérrez pertenece a esa raza inmortal.
 
Embutido en una talla de apenas ciento sesenta y cinco centímetros, empieza a crecer en cada papel, en cada aparición. Hasta hacerse un gigante de desbordamiento actoral. Y lo hace desde esa normalidad tan clara, de alguien que puede ir a dar un pésame en un tanatorio, o a informar sobre el precio de una urna funeraria biodegradable.
Cuentan que los primeros tanatorios que se instalaron en España lo hicieron durante la década de los setenta del siglo pasado. Por ello, antes, el cine reflejó el velatorio, el pésame, la despedida, en escenarios que representaban casas, dormitorios, salas de estar, patios. “El verdugo”, de Luis García Berlanga; “La tía Tula”, de Miguel Picazo; “Calle Mayor”, de Juan Antonio Bardem; “El pisito” y “El cochecito”, ambas de Marco Ferreri y la pluma gloriosa de Rafael Azcona. Muchas más cintas en las que eran mostrados los consabidos ritos costumbristas de muerte y despedida de los finados a través del lenguaje y los recursos de la época. Más tarde, cuando aparecieron esos espacios que ahora se nos antojan imprescindibles, el cine, como es su sino, se puso a reflejar situaciones con el fondo de salas de tanatorios. Alguna de ellas, como es el caso de “Tres días con la familia”, de Mar Coll, desarrollaba prácticamente todo su metraje en una instalación funeraria de Gerona, y al mismo tiempo radiografiaba con brillantez los entresijos de los juegos hipócritas de una familia de la burguesía más rancia de Cataluña.
 
Pero es el gran Fernando León, en “Los lunes al sol”, quien nos ofrece una de las secuencias más logradas y esplendorosas rodadas en un tanatorio. A la muerte de Amador, sus compañeros acuden a una habitación en donde velar al viejo amigo. Y ahí pasa casi de todo. Roban una corona fúnebre del fi nado de la sala de al lado, se hacen con una urna fea a la que escancian un chorrito de orujo, y finalmente apagan la luz de la habitación en la que descansa Amador: a él no le gustaba despilfarrar dinero gastando en electricidad.
Javier Bardem, Enrique Villén, Joaquín Climent y Luis Tosar eran los protagonistas de esa escena inolvidable.
Como el pequeño gran Javier Gutiérrez en “Truman”, desde el otro lado, ofreciendo los servicios inherentes al servicio funerario. Cómicos en el tanatorio