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Revista Adiós

Ana Valtierra


Doctora en Historia del Arte. Universidad Camilo José Cela.

| La muerte iguala, pero no tanto

22 de agosto de 2017

La dejadez llega a su punto álgido en el muro de fondo, donde la losa se ha caído y uno puede contemplar con claridad el cráneo y el fémur de un difunto.

La muerte iguala, pero no tanto

Entre prados de un verdor inconmensurable y animales amigables que saludan a los pocos viandantes que alcanzan esos caminos, se encuentra la Iglesia de Santa Eulalia. Está en la localidad de Abamia, perteneciente al concejo de Cangas de Onís en Asturias. Poco apreciamos de su construcción básica, con reminiscencias del prerrománico astur y románico. Apenas podemos rastrear algunas partes en los accesos, y curiosas esculturas en las dovelas de los arcos de las puertas. El resto, subsiste tapada por una desafortunada restauración. Efectivamente, se rehízo el revestimiento exterior de los muros a partir de los restos conservados. La exagerada carga de estuco utilizada ha sido objeto de una gran polémica, uno de los pocos elementos que la ha rescatado de su olvido. Sola y aislada, permanece en silencio guardando curiosos secretos entre sus muros. El primero de ellos es que entre sus paredes estuvieron sepultados don Pelayo, primer rey de Asturias, y su esposa Gaudiosa. Ella murió primero. Él, según dicen las crónicas, de muerte natural en Cangas de Onís, donde tenía su corte, en el año 737.
Los orígenes de la iglesia de Santa Eulalia son bastante dudosos. En el mismo emplazamiento, han aparecido restos romanos, que justificarían la explicación de la reutilización de cultos paganos convertidos en cristianos. La construcción como tal, la tradición se la atribuye al propio Pelayo, quien fundaría una comunidad monástica con la idea de que la iglesia sirviera a su muerte como panteón familiar. La percepción es de una obra sencilla, con escasa decoración al exterior a excepción de una cornisa, un ventanal y dos portadas. La portada sur es, sin duda, el lugar más curioso del templo. En las arquivoltas (líneas que siguen la curva del arco en la puerta) y los capiteles-imposta, se agolpan diferentes imágenes. La decoración esculpida aquí nos recuerda lo efímera que es la vida, y el castigo que aguarda a los que no cumplan los preceptos cristianos. Podemos distinguir a los muertos saliendo de sus sarcófagos y los castigos infringidos en el infierno, como un hombre cocido en un caldero hirviendo. Nos habla de la resurrección de los muertos y el Juicio Final.
En contraste, a día de hoy, los turistas y devotos se agolpan por miles en la Santa Cueva de Covadonga rindiendo devoción, o robando un selfie, a la supuesta tumba del rey Pelayo. Según nos cuenta Ambrosio de Morales, un cronista del siglo XVI, Alfonso X el Sabio ordenó trasladar los restos de Pelayo y su esposa a este lugar desde la iglesia de Santa Eulalia. Fue este Ambrosio Morales quien recibió el encargo en 1572 por parte de Felipe II de realizar un viaje de estudio por Asturias recogiendo documentos y reliquias para las colecciones reales del Monasterio de El Escorial. Pocos investigadores creen en la veracidad de este traslado, sin embargo, nadie repara en la existencia de esta pequeña iglesia casi mágica de Abamia, que fue panteón regio. Y mucho menos en el pequeño cementerio que como un tesoro se esconde detrás.
De dimensiones reducidas y muros altos, se cierra con una puerta de madera y un grueso cerrojo corredero.  En su interior, contrastan tumbas recientes del año 2016, junto con sepulcros familiares que se remontan hasta el siglo XIX. Son enterramientos cuidados, en cuya zona las hierbas están cortadas y hay restos de flores depositadas. Sin embargo, con tan sólo avanzar unos pocos pasos, uno se adentra en un escenario espeluznante. La maleza ha crecido en tumbas del siglo XIX, tapando casi en su totalidad las lápidas y cruces. Sólo si uno se fija, puede distinguir los brazos del símbolo de Cristo asomando entre las altas hierbas. La dejadez llega a su punto álgido en el muro de fondo, donde la losa se ha caído y uno puede contemplar con claridad el cráneo y el fémur de un difunto. Están al aire libre, a la evidente vista de cualquiera que se adentre en los muros de este lugar. Al lado, una capilla dedicada al Sagrado Corazón de Jesús impoluta y en perfecto estado de conservación. Tiene restos de velas y de flores de plástico, que evidencian el cuidado que recibe.
Se hace difícil pensar cómo es posible que alguien que haya enterrado a escasos cinco metros de estos restos humanos expuestos al aire libre, no los haya visto. O que alguien que acuda a la capilla a depositar estas velas, sea capaz de concentrarse en sus rezos con la mirada petrificada del cráneo a su lado. El dato permite una reflexión más amplia cuando uno sabe que Roberto Frassinelli, el “alemán de Corao”, un anticuario que impulsó la construcción de la basílica de Covadonga, estuvo enterrado aquí. Sus restos fueron rescatados por iniciativa particular e instalados en la iglesia. Nadie por el momento salva a la calavera desconocida, que mira a los que van a depositar flores en las tumbas de sus familiares, o a encender las velas de la capilla.
 Se tiende a decir que la muerte nos iguala a todos, pero no es cierto. Pelayo recibe los flashes de miles de personas al día y Frassinelli reposa en la iglesia. Sin embargo, este difunto ignorado permanece en el olvido. Ni siquiera parece merecer la caridad de poner un poco de cemento para reparar su tumba y que pueda continuar descansando en paz. La muerte nos iguala a todos, dice el Dalai Lama. Pero no tanto, añado yo.