viernes, 29 de marzo de 2024
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Revista Adiós

Nieves Concostrina


Redactora jefa de Adiós Cultural.

Firmas | El desdichado MATRIMONIO CAPETO

14 de junio de 2019

El desdichado MATRIMONIO CAPETO


Después de 23 años de matrimonio y 18 de reinado absoluto en Francia, los ya ciudadanos Luis y Antonieta Capeto fueron guillotinados en 1793. Han pasado, pues, 226 años desde que los reyes de Francia Luis XVI y María Antonieta perdieran la cabeza por una condena excesiva y en absoluto necesaria. La pregunta es, dada la temática de esta sección, ¿dónde fueron a parar ellos y sus cabezas? ¿están localizados? ¿tienen tumba?
Uno no se puede volver de París sin ver la Torre Eiffel, aunque sea desde abajo; sin hacer cola para intentar entrar al Museo del Louvre, sin darse una vuelta por el cementerio del Père-Lachaise y sin visitar el Panteón Nacional y la tumba de Napoleón. Pero hay un lugar muy cercano a la capital francesa que muchos viajeros pasan por alto: la basílica de Saint Denis, el templo con el que nació el gótico y lugar de enterramiento de casi todos los reyes de Francia.



Basílica de Saint Denis

Bien es cierto que una cosa es hablar de los que allí fueron enterrados y otra muy distinta contar los que quedan identificados, porque para ello sobrarían dedos de una mano. Cada vez que Francia pasaba por una guerra de religión o sufría una revolución, los ciudadanos cabreados la emprendían con los reyes muertos. Asaltaban Saint Denis, abrían los sepulcros y enviaban los huesos a tomar vientos. Y ahora viene la paradoja: por esos caprichos del destino, entre los poquísimos restos de reyes que aún conserva Francia (perjudicados, sí, pero localizados e identificados) están los de Luis XVI y María Antonieta, precisamente los que tenían todas las papeletas para haberse perdido por haber sido ejecutados en plena Revolución. Mientras los revolucionarios profanaban por una orden decretada desde la Asamblea todas las tumbas reales de Saint Denis, el matrimonio Capeto se salvó por no estar allí.
Cuando Luis XVI fue decapitado, el 21 de enero de 1793, sus restos fueron trasladados por su propio verdugo, Charles-Henri Sanson, hasta el cementerio de La Madeleine, el que acogía casi todos los entierros de los miles de ciudadanos que iban siendo guillotinados en lo que ahora es la turística plaza de la Concordia. Se sabe que introdujeron el cuerpo en un ataúd muy cutre, con las manos todavía atadas y con la cabeza entre las piernas. Alguien podría pensar que no había necesidad de colocar al rey en semejante postura pudiéndole instalarle la cabeza a continuación de los hombros, aunque sólo fuera por estética, pero esas eran las normas con los guillotinados para, quizás, conseguir que la testa quedara perfectamente encajada y no fuera dando tumbos en el traslado.
El rey fue a dar a una fosa, no común, pero sí anónima, en la que esperó a que llegara su viuda. María Antonieta fue decapitada nueves meses después, en octubre, y acabó sepultada en la misma tumba que su marido. Allí permaneció la pareja, en el anonimato, pero localizada gracias a que alguien se encargó de plantar unos árboles que señalaban el lugar.
Y mientras Francia acababa con sus últimos representantes reales vivos, el gobierno revolucionario decidió que también había que acabar con los muertos. Se ordenó aquel mismo año de 1793 la profanación de las tumbas reales de Saint Denis para reunir todos los huesos en una fosa común. Francia quería tachar de la historia catorce siglos de monarquía. Craso error, porque, como bien escribió Alejandro Dumas en su relato “Las tumbas de Saint Denis”: “Pobres locos, que no compren-den que los hombres pueden cambiar el futuro, pero nunca el pasado”. Los restos de Luis XVI y María Antonieta se salvaron, precisamente, por no estar sepultados en Saint Denis.
En aquella profanación no se vieron afectados sólo monarcas franceses, porque también la emprendieron con las españolas que se habían casado con reyes. Isabel de Aragón, hija de Jaime I “El Conquistador”, fue una de las afectadas; y Constanza de Castilla, y María Teresa de Borbón, y Ana de Austria, la hija de Felipe III... Todos los reyes, reinas, infantes, consortes y príncipes dieron con sus huesos en una fosa común repleta de cal que, para mayor escarnio, se abrió junto al enterramiento de los pobres del cementerio de La Madeleine. Se trataba de degradar hasta límites extremos la figura de los soberanos.
Llegó 1814 y la restauración de la monarquía en Francia tras la etapa del loco Napoleón, cuya auto-coronación como emperador hizo preguntarse a los franceses para qué demonios habían hecho una revolución y decapitado a los ciudadanos Luis y Antonieta Capeto (guillotinar a un rey y que se empadrone un emperador fue como salir de Málaga para meterse en Malagón).
Entre las primeras cosas que hizo el nuevo rey de Francia, Luis XVIII, fue recuperar los huesos de su hermano Luis XVI y su cuñada María Antonieta y trasladarlos muy solemnemente a la basílica de Saint Denis, su lugar natural de enterramiento. Tampoco es que recuperaran mucho, porque los huesos eran pocos y estaban muy degradados por el efecto de la cal que arrojaron sobre los cuerpos. Pero poco o mucho, daba igual; eran ellos. Y así fue como Luis XVI y María Antonieta, salieron de su fosa y acabaron ocupando su correspondiente tumba real en Saint Denis, cuando prácticamente todos sus antecesores habían sido desalojados de sus tumbas de Saint Denis para acabar en una fosa común. Y todos mezclados, porque al mismo agujero fueron desde Pipino “El Breve”, padre de Carlomagno, hasta Luis XIV y 50 más.
Tampoco se olvidó Luis XVIII de sus colegas reyes. Hizo abrir la fosa y recuperar los huesos, y aunque intentó recolocarlos en las tumbas originales, no es muy difícil imaginar la que había allí liada. Cincuenta y tantos cuerpos amontonados, y confundidos los huesos de unos y otros. Era imposible saber a quién pertenecía tal fémur o cual costilla. Solo los cuerpos más enteros que aguantaron el tipo con la cal daban una ligera idea de quiénes podían ser. Lo que sí se pudo comprobar es que a tres de los reyes les faltaba la cabeza. Una de las ausentes, la de Enrique IV, pero, como dijo Rudyard Kipling, esa es otra historia.