jueves, 28 de marzo de 2024
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Revista Adiós

Gladiadores (III parte)

01 de febrero de 2019

Combate en los anfiteatros

Gladiadores (III parte)

El combate
En los juegos gladiatorios todo estaba pensado y establecido, como si de un ritual se tratase, y nada quedaba a la improvisación. Todo se hacía siguiendo un protocolo. En los juegos de Roma, el emperador era el último en entrar, y lo hacía sólo cuando el aforo estaba ya completo. Cuando entraba, seguido de su séquito, los asistentes se ponían en pie y aclamaban su poder. Ya acomodados, a una señal iban entrando en la arena los gladiadores, armados y vestidos con clámides ricamente ornadas, y rodeados de una gran comitiva, la pompa. Encabezados por el editor, daban la vuelta al anfiteatro, y al llegar ante la tribuna imperial, situada en el centro de uno de los lados mayores de la elipse, saludaban con la célebre frase: Ave Caesar, morituri te salutant.

A continuación se sorteaban las parejas para evitar los amaños, y se examinaban las armas. Algunos combates eran incruentos, con armas sin punta ni filo (arma lusoria), pero en el combate gladiatorio propiamente dicho se luchaba hasta la muerte de uno de los dos contendientes. Para dar la señal de comienzo del combate se tocaba un cuerno. Entonces, los lanistas escogían a los gladiadores que debían actuar y delimitaban el espacio del combate en la arena marcándolo con un bastón. El combate finalizaba cuando uno de los dos caía al suelo. El caído se dirigía al público levantando un dedo de su mano izquierda pidiendo clemencia (misio). Si los espectadores entendían que merecía el perdón bajaban el pulgar, haciendo ver que el vencedor debía arrojar su arma a tierra, aunque hay fuentes que aseguran que lo que se hacía era esconder el pulgar, queriendo decir que el vencedor debía envainar la espada. Aun así, solamente uno de cada diez gladiadores moría y generalmente era por las heridas accidentales en el combate, se le mataba para evitarle el sufrimiento.

Si se dictaminaba muerte, lo que se hacía era dirigir el pulgar en posición horizontal y con varios movimientos seguidos en dirección al cuerpo, que algunos han interpretado en dirección a la garganta, señalando el fatídico punto por donde debía hundirse la espada. El editor se dirigía entonces al vencedor para darle la orden: Iugula! Lo más probable, sin embargo, es que el vencedor hendiera su arma entre la clavícula y el omóplato, para llegar al corazón y así provocar una muerte más rápida. Así lo han demostrado los cuerpos de los gladiadores encontrados hace muy pocos años en una necrópolis gladiatoria cercana a Éfeso.

El vencido, en ese último momento, no ofrecía resistencia y afrontaba su muerte con dignidad. Morir con dignidad era tan importante como saber combatir con agresividad y técnica. El vencido se incorporaba y, poniendo una rodilla en tierra, agarraba con su mano derecha el muslo de su rival, que le clavaba su arma en el cuello.

Los cadáveres de los gladiadores, enganchados con garfios de hierro por esclavos, eran arrastrados por la puerta libitina o de la muerte al spoliarium, dependencia del anfiteatro destinada a depositar temporalmente los cadáveres para despojarlos de sus armas y vestiduras, acto que determina bien el concepto de expoliar, de donde proviene la palabra.


(Graffiti de gladiadores del anfitearo de Capua)

Durante el Bajo Imperio, tan sólo el emperador tenía el derecho de perdonar o condenar a muerte. Hubo casos de emperadores extremadamente crueles como Claudio (42-54), que solía ordenar la muerte de los reciarios vencidos.

Los gladiadores antes de llegar a la muerte pronunciaban un juramento que concluía con los siguientes términos: “¿Cuál será la diferencia si ganas unos días o unos años más? Hemos nacido en un mundo donde no se da tregua”. El juramento del gladiador, pronunciado por hombres que se comprometían a matarse entre sí, afirma: “debes morir erguido e invencible”.

Los gladiadores que habían vencido recibían como premio una palma de la victoria (de donde nuestra palabra ‘palmarés’), coronas adornadas de cintas, y en época imperial una cantidad de dinero nada despreciable. Cuando a un gladiador se le entregaba en premio una espada de madera y roma (rudis) era señal de que se le autorizaba a abandonar la profesión de gladiador.

Pero parece también desconocido que muchos gladiadores sentían añoranza de la profesión que tanta fama les había dado. Existen epitafios de algunos de ellos en que se señala que el difunto había alcanzado la segunda rudis, incluso la tercera, es decir, que había vuelto a la arena por segunda e incluso por tercera vez, tras una temporada más o menos larga ya retirado.


Los anfiteatros

En un principio los combates de gladiadores, esporádicos y celebrados únicamente con motivo de los juegos fúnebres de algún personaje importante, se celebraban en el foro de Roma. Sólo con el paso de los años se construyeron edificios propios para su ejecución y desarrollo. Los anfiteatros estables, de forma elíptica y nunca circular –como nuestras plazas de toros- a fin de poder amortizar todos los ángulos muertos y seguir varios combates de gladiadores al mismo tiempo, comenzaron a construirse en el siglo I a.C. El primero es el de Pompeya, del año 70 a.C. En Roma, sin embargo, no se construyó el primero en piedra hasta el año 29 a.C.

Pero el más famoso sin duda es el anfiteatro flavio, conocido desde la Edad Media como Coloseo por la estatua de tamaño colosal de Apolo que Nerón había mandado erigir unos años antes y que se encontraba en sus proximidades. Fue iniciado en el año 70 d.C. por el emperador Vespasiano e inaugurado por su hijo Tito en el 79 d.C. Tenía un aforo de 55.000 espectadores con un sistema de entradas y accesos muy perfeccionado, que permitía que cada espectador subiera a su asiento asignado por una escalera distinta. Ello permitía también un rápido y eficaz desalojo del edificio.

En Hispania el mayor anfieatro es el de Itálica, a unos doce kilómetros de Sevilla en la actual Santiponce, que se encuentra en mal estado de conservación. Pero quizás el más emblemático es el de Tarragona, donde en el año 259 d.C. tuvo lugar el martirio de san Fructuoso, obispo de Tarraco, y de sus dos diáconos, Eulogio y Augurio. Con tal motivo en el siglo VI los visigodos construyeron en la arena, en el mismo lugar donde había sido martirizado, una iglesia de tres naves, y más tarde en el siglo XII, se superpuso una iglesia románica de una sola nave, pero mucho más larga. Actualmente tenemos en nuestro país buenos anfiteatros para estudiar este edificio de espectáculos, como el de Segobriga (muy bien conservado), Mérida, Ampurias, o Carmona. El mejor conservado de todo el mundo roma-no, probablemente sea el de El Djem en Túnez, construido a comienzos del siglo III, que no ha experimentado ningún tipo de reconstrucción, y donde aún se conservan todos los sótanosen perfecto estado, incluso las inscripciones de propiedad en algunos asientos.


(Anfiteatro de El Djem en Túnez)

En el mismo recinto de los anfiteatros se encontraba el Nemeseion, un pequeño espacio de culto dedicado a la diosa Némesis. En algunos de ellos como el de Itálica se han hallado bastantes placas votivas con huellas de pies, calzados o desnudos, para cuya interpretación hay dos teorías. O bien las ofrecían los gladiadores con el deseo de volver (de donde a veces las huellas se encuentran mirando en los dos sentidos: que así como entro en la arena con vida, pueda regresar también con vida), o bien por magistrados o sacerdotes que pretendían obtener el favor de la diosa Némesis en el ejercicio de su cargo, simbolizado en el munus gladiatorio.
 
Escrito por Javier del Hoyo