La construcción de un mito muchas veces parte de un hecho doloroso y es ese hecho lo que lo cimenta, y hay que excavar más allá del mito y el acontecimiento que lo propició para llegar a la persona y la obra que se esconden detrás.
En el caso que nos ocupa, a la persona le pusieron el nombre de Miguel (“Me llamo barro, aunque Miguel me llame”, dijo él de una manera hermosísima), sus apellidos fueron Hernández Gilabert y nació en Orihuela el 30 de octubre de 1910.
Su obra, desde Perito en lunas (1933) hasta Cancionero y romancero de ausencias (1958), ha sido una fuente de la que han bebido innumerables lectores; durante su vida, en los años oscuros del franquismo y después, al ser convertida en hermosas canciones y alcanzar al gran público, hasta el día de hoy, cuando, nos gustaría creer, hay algún lector primerizo acercándose con respeto y veneración y quedando deslumbrado por versos como estos: “Menos tu vientre, / todo es confuso. / Menos tu vientre, / todo es futuro, / fugaz, pasado / baldío, turbio. / Menos tu vientre, / todo es oculto. / Menos tu vientre, / todo inseguro, / todo postrero, / polvo sin mundo. / Menos tu vientre, / todo es oscuro. / Menos tu vientre / claro y profundo”.
De deslumbramientos nos habla, precisamente, Leopoldo de Luis, en una recopilación temática de la obra del oriolano, Poemas sociales, de guerra y de muerte (1977), donde nos dice: “La poesía de Miguel Hernández procede por deslumbramiento”, pero ahí se refiere al deslumbramiento del propio poeta por los grandes maestros de la poesía española, como Góngora primero (lo que era ley en esos años de magisterio de los poetas del 27, grandes admiradores y estudiosos del poeta cordobés), Calderón, Garcilaso y Quevedo; y menciona De Luis también el surrealismo y el deslumbramiento ante el heroísmo popular durante la Guerra Civil, que cristalizó en uno de los grandes libros de la contienda, Viento del pueblo (1937), y en su implicación activa contra el alzamiento fascista.
En ese momento, Hernández puso su pluma al servicio de la causa que defendía, como tantos otros poetas: españoles pero también americanos, como W. H. Auden, César Vallejo o Pablo Neruda (gran amigo de Miguel Hernández); y europeos, como George Orwell, Bertolt Brecht o Simone Weil. Algunos lo hicieron con su trabajo intelectual y otros participando directamente en la lucha; en las Brigadas Internacionales, por ejemplo.
Estos referentes (o deslumbramientos, siguiendo a De Luis) ejemplifican los dos lados de la balanza entre los que desarrolló su obra. Por un lado, la poesía popular, que en un primer momento tiene que ver con una recuperación paralela a la que llevaron a cabo algunos poetas del 27 en los años 20, y a partir del 36 con la búsqueda de la máxima comunicación posible en aras de difundir el mensaje de lucha en favor de la Segunda República y de un país atacado por el fascismo: “...el empujón definitivo que me arrastró a esgrimir mi poesía en forma de arma me lo dieron los traidores, con su traición, aquel iluminado 18 de julio. Intuí, sentí venir contra mi vida, como un gran aire, la gran tragedia, la tremenda experiencia poética que se avecinaba en España, y me metí, pueblo adentro, más hondo de lo que estoy metido desde que me parieran, dispuesto a defenderlo firmemente”. Hundiéndose así en sus propias raíces, “pueblo adentro”.
El otro polo lo representó la tradición culta: desde la relectura de Góngora hasta el acercamiento al surrealismo, punta de lanza de la vanguardia internacional. Miguel Hernández, de origen rural, ambicionaba hacerse un hueco entre los grandes poetas del momento en España. Era este el tiempo considerado posteriormente como la “edad de plata” de la cultura española, que tuvo además en la lírica una de sus cimas con fi guras como Federico García Lorca, Vicente Aleixandre y Luis Cernuda, entre los jóvenes, y Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado, entre los maestros; por poner solo algunos ejemplos señeros.
Para ello, el poeta alicantino cogió su petate y se fue a la capital. Allí entabló relaciones con muchos de los poetas que señalábamos más arriba.
Muchos vieron en Hernández la continuación natural de la generación del 27 y así lo señalaron, pero el poeta, lejos de ser tan solo un epígono genial, demostró rápidamente una fuerte personalidad artística, truncada de manera abrupta por su muerte en prisión. Esta ambición capitalina pronto chocó con su propia nostalgia, por su tierra natal, por su necesidad de volver al campo, donde parecía sentirse él mismo: “Fíjese: mi ambición única es ganar un poco para tener un cachico de campo que cultivar y un mendrugo diario que comer en compaña. He nacido para estar por el aire y gastar esos tragos de Dios siempre”, le dijo a José Bergamín en una carta de enero de 1935 el “nacido para estar por el aire”.
Junto con su labor poética, el alicantino desarrolló una obra teatral nada desdeñable pero oscurecida por la altura y el alcance de su poesía. En ella encontramos algunas de las claves que traspasan el conjunto de su obra. Una de las principales es su preocupación por la muerte, en tantas ocasiones paralela a la manifestada por la vida y el amor. En esta triada se cumplen las “tres heridas” de este mí tico poema: “Llegó con tres heridas: / la del amor, / la de la muerte, / la de la vida. // Con tres heridas viene: / la de la vida, / la del amor, / la de la muer-te. // Con tres heridas yo: / la de la vida, / la de la muerte, / la del amor”. Este poema pertenece a su libro póstumo Cancionero y romancero de ausencias, una de las cimas de la poesía española del siglo pasado. Según parece, fue escrito en gran medida en la cárcel y se ha convertido en un emblema del sufrimiento del pueblo español en la Guerra Civil, a pesar de haber sido escrito en la inmediata posguerra. La perspectiva cambió con respecto a
Viento del pueblo, se fue esencializando frente a la inmediatez a la que obligaba la lucha, el cuerpo a cuerpo en “la gran tragedia”, que imponía (autoimposición en realidad) una poesía que fuera un arma, un instrumento. Además, dadas las circunstancias (un preso político en la cárcel franquista), hubiera sido una imprudencia escribir una poesía abiertamente en lucha contra ese régimen (ese bando) que lo mantenía preso.
El hombre acecha (1939), segundo libro testimonial de Hernández ante la dramática realidad española por la guerra del 36, fue un testimonio desgarrado, amargo (“Hoy el amor es muerte, / y el hombre acecha al hombre”), frente al impulso combativo y épico que empuja los versos de Viento del pueblo, pero el último de sus versos, el final del poema “Canción última”, que cierra un libro que ya desde su título apunta a una desgarradura existencial con ese “hombre acechante”, aporta una luz, la posibilidad y el deseo de construir: “Dejadme la esperanza”. En el mismo poema había dejado escrito también: “Florecerán los besos / sobre las almohadas. (...) El odio se amortigua / detrás de la ventana”. La depuración ya había comenzado en este libro y continúa hasta llegar, como decíamos, a su Cancionero y romancero de ausencias. El desencanto y la desesperanza ante el ser humano asoman con fuerza ya desde su título “acechante” (el hombre es un lobo para el hombre), pero en el tiempo de composición de su libro póstumo la situación se había tornado desesperada (de ella da cuenta su epistolario de esos años): se encuentra preso por el bando oponente, que ha resultado ganador en una contienda en la que lo ha apostado todo. Poco antes de su tiempo en prisión nació su segundo hijo, Manuel Miguel (el primero había muerto siendo aún un bebé), al que su mujer, Josefina Manresa, apenas podía alimentar. Solo tenía para él, según contó al poeta en una carta, pan y cebolla.
De ahí surgieron sus “Nanas de la cebolla”. El poeta fue peregrinando de penal en penal por su pertenencia al bando republicano, hasta encontrar su final en el de Alicante, donde pereció debido a una tuberculosis contraída en la prisión y que, por la escasez, no pudo curar debidamente. Allí mismo, en Alicante, encontró sepultura y allí continúa, cerca de ese campo que amó y del que nunca pudo ni quiso desprenderse del todo, bajo una lápida en la que solo aparece, junto a su nombre, la palabra “poeta”.
Del tono elegíaco que impregna gran parte del Cancionero y romancero de ausencias ya había surgido uno de sus poemas más celebra-do, una de las grandes elegías de la lengua, de hecho, con la que se despidió de su “compañero del alma”, el también oriolano Ramón Sijé, que ha quedado inmortalizado en los versos de Hernández. La elegía, que apareció en El rayo que no cesa (1936), acaba con estos versos memorables: “A las aladas almas de las rosas / del almendro de nata te requiero, / que tenemos que hablar de muchas cosas, /compañero del alma, compañero”. El amor, la guerra, el sentimiento trágico y apasionado de la existencia; todo lo encontramos en “Canción del esposo soldado”, que Leopoldo de Luis describe como una “pieza amorosa de primera magnitud” y, a la vez, “ejemplo de la más auténtica y humana poesía de sentido social”. Es por eso que lo hemos traído a estas páginas este poema de Viento del pueblo. Se produce en el poema un agudo contraste entre la actividad bélica del hombre, “cercado por las balas”, y la mujer que porta en su vientre la esperanza y el futuro, que queda neutralizado por el amor que les une y que fecunda: “Cuando junto a los campos de combate te piensa / mi frente que no enfría ni aplaca tu fi gura, / te acercas hacia mí como una boca inmensa / de hambrienta dentadura”. Y la lucha se entiende como un acto de amor y de justicia: “Para el hijo será la paz que estoy forjando”.
Escrito por Javier Gil Martín