sábado, 20 de abril de 2024
Enalta
Revista Adiós

Vientos del pueblo

04 de diciembre de 2018

Poesía en la guerra ,Miguel Hernandez

Vientos del pueblo

La  construcción de  un   mito   muchas   veces  parte  de  un  hecho doloroso y es ese hecho lo que lo cimenta, y hay que excavar más allá del mito y el acontecimiento que lo propició para llegar a la persona y la obra que se esconden detrás.

En el caso que nos ocupa, a la persona le pusieron el nombre de Miguel (“Me llamo barro, aunque Miguel me llame”, dijo él  de  una  manera  hermosísima),  sus  apellidos  fueron Hernández Gilabert y nació en Orihuela el 30 de octubre de 1910.

Su obra, desde Perito en lunas (1933)  hasta  Cancionero  y  romancero  de  ausencias (1958),  ha  sido  una  fuente  de  la  que  han  bebido  innumerables  lectores;  durante  su  vida,  en  los  años  oscuros  del  franquismo  y  después,  al  ser  convertida  en  hermosas  canciones  y  alcanzar  al  gran  público,  hasta  el  día  de  hoy,  cuando,  nos  gustaría  creer,  hay  algún  lector  primerizo  acercándose  con  respeto  y  veneración  y  quedando  deslumbrado  por  versos  como  estos:  “Menos tu vientre, / todo es confuso. / Menos tu vientre, / todo es futuro, / fugaz, pasado / baldío, turbio. / Menos tu vientre, / todo es oculto. / Menos  tu  vientre,  /  todo  inseguro,  /  todo  postrero,  /  polvo  sin  mundo.  /  Menos  tu  vientre,  /  todo  es  oscuro.  /  Menos  tu  vientre  /  claro  y  profundo”.
De deslumbramientos nos habla, precisamente, Leopoldo de Luis, en una recopilación temática de la obra del oriolano, Poemas sociales, de guerra y de muerte (1977), donde nos dice: “La poesía de Miguel Hernández procede por deslumbramiento”, pero ahí se refiere al deslumbramiento del propio poeta por los grandes maestros de la poesía española, como Góngora primero (lo que era ley en esos años de magisterio de los poetas del 27, grandes admiradores  y  estudiosos  del  poeta  cordobés),  Calderón,  Garcilaso  y  Quevedo;  y  menciona  De  Luis también el surrealismo y el deslumbramiento ante  el  heroísmo  popular  durante  la  Guerra  Civil,  que  cristalizó  en  uno  de  los  grandes  libros  de  la  contienda, Viento del pueblo (1937), y en su implicación activa contra el alzamiento fascista.
 En ese momento, Hernández puso su pluma al servicio de la causa que defendía, como tantos otros poetas: españoles  pero  también  americanos,  como  W.  H.  Auden, César Vallejo o Pablo Neruda (gran amigo de  Miguel  Hernández);  y  europeos,  como  George  Orwell,  Bertolt  Brecht  o  Simone  Weil.  Algunos  lo  hicieron  con  su  trabajo  intelectual  y  otros  participando  directamente  en  la  lucha;  en  las  Brigadas  Internacionales, por ejemplo.

Estos  referentes  (o  deslumbramientos,  siguiendo a De Luis) ejemplifican los dos lados de la balanza entre los que desarrolló su obra. Por un lado, la poesía popular, que en un primer momento tiene que ver con una recuperación paralela a la que llevaron a cabo algunos poetas del 27 en los años 20, y a partir del 36 con la búsqueda de la máxima comunicación  posible  en  aras  de  difundir  el  mensaje  de  lucha  en  favor  de  la  Segunda  República  y  de un país atacado por el fascismo: “...el empujón definitivo  que  me  arrastró  a  esgrimir  mi  poesía  en  forma  de  arma  me  lo  dieron  los  traidores,  con  su  traición, aquel iluminado 18 de julio. Intuí, sentí venir contra mi vida, como un gran aire, la gran tragedia, la  tremenda  experiencia  poética  que  se  avecinaba  en España, y me metí, pueblo adentro, más hondo de lo que estoy metido desde que me parieran, dispuesto a defenderlo firmemente”. Hundiéndose así en sus propias raíces, “pueblo adentro”.

El otro polo lo representó la tradición culta: desde  la  relectura  de  Góngora  hasta  el  acercamiento  al  surrealismo,  punta  de  lanza  de  la  vanguardia  internacional.  Miguel  Hernández,  de  origen  rural,  ambicionaba  hacerse  un  hueco  entre  los  grandes  poetas  del  momento  en  España.  Era  este  el  tiempo  considerado  posteriormente  como  la  “edad  de  plata” de la cultura española, que tuvo además en la lírica una de sus cimas con fi guras como Federico García Lorca, Vicente Aleixandre y Luis Cernuda, entre los jóvenes, y Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado, entre los maestros; por poner solo algunos ejemplos señeros.

Para ello, el poeta alicantino cogió su petate y se  fue  a  la  capital.  Allí  entabló  relaciones  con  muchos  de  los  poetas  que  señalábamos  más  arriba. 

Muchos vieron en Hernández la continuación natural de la generación del 27 y así lo señalaron, pero el poeta, lejos de ser tan solo un epígono genial, demostró rápidamente una fuerte personalidad artística, truncada de manera abrupta por su muerte en prisión.  Esta  ambición  capitalina  pronto  chocó  con  su  propia  nostalgia,  por  su  tierra  natal,  por  su  necesidad de volver al campo, donde parecía sentirse él  mismo:  “Fíjese:  mi  ambición  única  es  ganar  un  poco para tener un cachico de campo que cultivar y un mendrugo diario que comer en compaña. He nacido para estar por el aire y gastar esos tragos de Dios siempre”, le dijo a José Bergamín en una carta de enero de 1935 el “nacido para estar por el aire”.

Junto con su labor poética, el alicantino desarrolló una obra teatral nada desdeñable pero oscurecida por la altura y el alcance de su poesía. En ella encontramos  algunas  de  las  claves  que  traspasan  el  conjunto  de  su  obra.  Una  de  las  principales  es  su preocupación por la muerte, en tantas ocasiones paralela a la manifestada por la vida y el amor. En esta triada se cumplen las “tres heridas” de este mí tico poema: “Llegó con tres heridas: / la del amor, / la de la muerte, / la de la vida. // Con tres heridas viene: / la de la vida, / la del amor, / la de la muer-te.  //  Con  tres  heridas  yo:  /  la  de  la  vida,  /  la  de  la muerte, / la del amor”. Este poema pertenece a  su  libro  póstumo  Cancionero  y  romancero  de  ausencias, una de las cimas de la poesía española del siglo pasado. Según parece, fue escrito en gran medida en la cárcel y se ha convertido en un emblema  del  sufrimiento  del  pueblo  español  en  la Guerra Civil, a pesar de haber sido escrito en la inmediata posguerra. La perspectiva cambió con respecto a
Viento del pueblo, se fue esencializando frente a la inmediatez a la que obligaba la lucha, el cuerpo a cuerpo en “la gran tragedia”, que imponía  (autoimposición  en  realidad)  una  poesía  que  fuera  un  arma,  un  instrumento.  Además,  dadas  las  circunstancias  (un  preso  político  en  la  cárcel  franquista),  hubiera  sido  una  imprudencia  escribir una poesía abiertamente en lucha contra ese régimen (ese bando) que lo mantenía preso.

El hombre acecha (1939), segundo libro testimonial de Hernández ante la dramática realidad española por la guerra del 36, fue un testimonio desgarrado, amargo (“Hoy el amor es muerte, / y el hombre acecha al hombre”), frente al impulso combativo y épico que empuja los versos de Viento del pueblo, pero el último de sus versos, el final del  poema  “Canción  última”,  que  cierra  un  libro  que ya desde su título apunta a una desgarradura existencial  con  ese  “hombre  acechante”,  aporta  una luz, la posibilidad y el deseo de construir: “Dejadme  la esperanza”.  En  el  mismo  poema  había  dejado  escrito  también:  “Florecerán  los  besos  /  sobre  las  almohadas.  (...)  El  odio  se  amortigua  /  detrás de la ventana”. La  depuración  ya  había  comenzado  en  este  libro  y  continúa  hasta  llegar,  como  decíamos,  a  su Cancionero y romancero de ausencias. El desencanto  y  la  desesperanza  ante  el  ser  humano  asoman  con  fuerza  ya  desde  su  título  “acechante”  (el  hombre  es  un  lobo  para  el hombre), pero en el tiempo de composición de su libro póstumo la situación se había tornado desesperada (de ella da cuenta su  epistolario  de  esos  años):  se  encuentra  preso por el bando oponente, que ha resultado ganador en una contienda en la que lo ha apostado todo. Poco antes de su tiempo en  prisión  nació  su  segundo  hijo,  Manuel  Miguel  (el  primero  había  muerto  siendo  aún  un bebé), al que su mujer, Josefina Manresa, apenas podía alimentar. Solo tenía para él, según contó al poeta en una carta, pan y cebolla.
De ahí surgieron sus “Nanas de la cebolla”. El poeta fue peregrinando de penal en penal  por  su  pertenencia  al  bando  republicano,  hasta encontrar su final en el de Alicante, donde pereció debido a una tuberculosis contraída en la prisión y que, por la escasez, no pudo curar debidamente. Allí mismo, en Alicante, encontró sepultura y allí continúa, cerca de ese campo que amó y del que nunca pudo ni quiso desprenderse del todo, bajo una lápida en la que solo aparece, junto a su nombre, la palabra “poeta”.
Del  tono  elegíaco  que  impregna  gran  parte  del Cancionero  y  romancero  de  ausencias  ya  había surgido uno de sus poemas más celebra-do,  una  de  las  grandes  elegías  de  la  lengua,  de  hecho, con la que se despidió de su “compañero del alma”, el también oriolano Ramón Sijé, que ha quedado inmortalizado en los versos de Hernández. La elegía, que apareció en El rayo que no  cesa  (1936),  acaba  con  estos  versos  memorables:  “A  las  aladas  almas  de  las  rosas / del almendro de nata te requiero, / que tenemos que hablar de muchas cosas, /compañero del alma, compañero”. El  amor,  la  guerra,  el  sentimiento  trágico  y  apasionado  de  la  existencia;  todo  lo  encontramos  en  “Canción  del  esposo soldado”, que Leopoldo de Luis describe como una “pieza amorosa de primera magnitud” y, a la vez, “ejemplo de la más auténtica y humana poesía de sentido social”. Es por eso que lo hemos  traído  a  estas  páginas  este  poema de Viento del pueblo. Se produce en el poema un agudo contraste entre la actividad bélica del hombre, “cercado por las balas”, y la mujer que porta en su vientre la esperanza y el futuro, que queda neutralizado por el amor que les une y que fecunda: “Cuando junto a  los  campos  de  combate  te  piensa  /  mi  frente  que no enfría ni aplaca tu fi gura, / te acercas hacia mí como una boca inmensa / de hambrienta dentadura”. Y la lucha se entiende como un acto de amor y de justicia: “Para el hijo será la paz que estoy forjando”.

Escrito por Javier Gil Martín