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Revista Adiós

Javier del Hoyo / Sacrificios humanos en la Biblia

07 de junio de 2019

Issac, la hija de Jefté y Tófet

Javier del Hoyo / Sacrificios humanos en la Biblia

El Antiguo Testamento nos habla del pueblo de Israel, un pueblo elegido por Yahvé. Este pueblo estaba formado por hebreos, pero el espacio bíblico fue habitado previamente por otros componentes humanos como los cananeos. En estas sociedades primitivas, profundamente religiosas, donde la religión se confunde con la ley y se tiñe a veces de superstición, donde a la divinidad se la satisface (o se compra su voluntad) con ofrendas y donaciones, estas lo fueron también de personas humanas.
 Habría de pasar un tiempo para que las inmolaciones fueran sólo de animales: terneros, carneros, corderos...
Pero estos sacrificios no satisfacían a Dios; por eso el sacrificio más importante y central dentro del cristianismo será precisamente el del cordero de Dios, Jesucristo, que es inmolado en una cruz para satisfacer por los pecados de los hombres. A partir de él quedan ya superados, y anulados, todos los demás sacrificios a Yahvé.
 
Isaac, el hijo de la promesa
 
El pasaje más célebre de inmolaciones humanas en la Biblia es el del sacrificio de Isaac por parte de Abraham.

Nos lo cuenta el libro del Génesis (22,1-13). Es un relato fundamental en la historia de Israel, porque Yahvé quiere comprobar el desprendimiento que Abraham tiene de su hijo; hasta dónde está dispuesto a entregar. Se puede decir que fue un test con pregunta única para comprobar la libertad interior que tenía Abraham.
Y si bien la lógica humana decía “no” a la petición de Yahvé, fiarse de su palabra, la fe incondicional en Yahvé, le invitó a hacer lo contrario.
Pero Dios no quería que lo sacrificara, sino tan sólo saber si estaba dispuesto a hacerlo si él se lo pedía.
Sabemos la historia, y sabemos que termina bien. Por eso la leemos como un relato ejemplar. Abraham y Sara no podían tener hijos. Ella era ya anciana, pero Yahvé hará el milagro de que quede embarazada y le prometerá a Abraham hacerlo padre de multitudes.


 
Tienen un hijo, Isaac. Cuando este tenga quince años le pedirá que lo sacrifique. ¿Por qué? Sólo cuando Yahvé verifique que Abraham está dispuesto a entregarlo -aunque por dentro no entienda cómo va a ser padre de generaciones si lo hace-, sólo cuando Dios compruebe la fe y entrega del que será considerado “padre de los creyentes”, conmutará a Isaac por un carnero que andaba enredado en la maleza. “No largues tu mano hacia el muchacho -le dijo- ni le hagas nada porque ahora he comprobado que temes a Elohim y que no me has rehusado ni a tu hijo, tu unigénito” (Génesis 22,12).
Esa piedra del monte Moria, donde iba a realizar el sacrificio, quedará sacralizada; allí se levantará casi mil años después el templo de Salomón, y mucho más tarde la Mezquita de la Roca (data del año 691), que es lo que hoy está en pie y podemos ver. Un lugar sagrado, pues, en el centro de Jerusalén, para las tres religiones monoteístas: la judía, la cristiana y el islam.
 Humillación constante para el pueblo judío actual, y fuente a su vez de conflicto político: el lugar más sagrado del judaísmo está ocupado desde hace más de trece siglos por una mezquita, ya que desde ese punto central dice la tradición que Mahoma ascendió al cielo. Y no dejan entrar a los judíos en ella.
Esta conmutación de un humano por un animal, en principio, habría de marcar el fin de los sacrificios humanos, aunque veremos que no fue así del todo. En mitología comparada podemos ver cómo en la guerra de Troya disponemos de un relato muy parecido cuando Agamenón tiene que sacrificar a su hija Ifigenia para aplacar la ira de Ártemis y lograr vientos propicios con los que navegar hasta Troya. Pero en el momento en que el sacerdote le va a clavar el cuchillo, la diosa Ártemis -que había sido ofendida por Agamenón y había reclamado este sacrificio para ser satisfecha- ve las buenas intenciones del caudillo aqueo, y la perdona señalando un ciervo enredado en la maleza para que lo sacrifique.

La hija de Jefté
Algunos pensaban que, con Abraham, se habían acabado ya los sacrificios humanos, pero no fue así.
Varios siglos más tarde, en la oscura y anárquica época de los jueces de Israel, se desarrolla un trágico episodio que hiela la sangre al leerlo, relato que ha dado lugar a numerosas leyendas en la literatura universal.
 
La narración podemos leerla en el libro de los Jueces (11,29-39). Dice así: “El espíritu de Yahvé vino sobre Jefté, quien atravesó Galaad y Manasés, llegó hasta Mispah de Galaad, y de Mispah de Galaad pasó a retaguardia de los hijos de Amón. Entonces hizo Jefté un voto a Yahvé, diciendo: ‘Si pusieres de verdad a los amonitas en mis manos, quien a mi vuelta, cuando yo vuelva en paz de vencerlos, salga el primero de las puertas de mi casa a mi encuentro será de Yahvé y yo se lo ofreceré en holocausto’. Avanzó Jefté contra los hijos de Amón y se los dio Yahvé en sus manos, batiéndolos desde Aroer hasta según se va a Minnit, veinte ciudades, y hasta Abel Queranim.
 Fue una gran derrota y los hijos de Amón quedaron humillados ante los hijos de Israel”.“
Al volver Jefté a Mispah, salió a recibirle su hija con tímpanos y danzas.
Era su única hija, no tenía más hijos ni hijas. Al verla, rasgó él sus vestiduras y dijo: ‘¡Ah, hija mía, me has abatido del todo y tú misma te has abatido al mismo tiempo! He abierto mi boca a Yahvé sobre ti y no puedo volverme atrás’.
Ella le dijo: ‘Padre, padre mío, si has abierto tu boca a Yahvé, haz conmigo lo que de tu boca salió, pues te ha vengado Yahvé de tus enemigos, los hijos de Amón’. Y añadió: ‘Hazme esta gracia: Déjame que por dos meses vaya con mis compañeras por los montes llorando mi virginidad’. ‘Ve’, le contestó él, y ella se fue por los montes con sus compañeras y lloró por dos meses su virginidad.


Pasados los dos meses volvió a su casa y él cumplió en ella el voto que había hecho. Ella no había conocido varón. Y quedó como costumbre en Israel que cada año vayan las doncellas israelitas a endechar a la hija de Jefté, el Galaadita, cuatro días al año”.
El relato es trágico; y el laconismo con el que describe el sacrificio, tremendo. Yahvé escogió a una virgen. Le pide lo más preciado para una israelita, la maternidad, la renuncia al sexo. El pasaje es oscuro, sin duda, en cuanto a una explicación satisfactoria
 
El Tófet

En Israel los sacrificios humanos estaban prohibidos, aunque no en otros pueblos orientales que tuvieron su relación con Israel, y por ello son nombrados en la Biblia.
Se conoce como Tófet un lugar preciso en el valle del Hinnom, al pie del Monte de los Oli-vos en Jerusalén, donde los israelitas hicieron actos abominables bajo el gobierno de Ajaz y Manasés, ya que sacrificaban a sus hijos al dios amonita Moloc, según refiere el segundo libro de los Reyes (23,10).
Esta práctica, reprobada por Dios, es condenada ya en el libro del Levítico: “Tampoco darás hijo tuyo para ofrecerlo a Moloc, ni profanarás el nombre de tu Dios; yo soy el Señor” (Levítico 18,21). La regulación de la práctica era muy dura y no se andaba con contemplaciones: “Dirás también a los hijos de Israel: ‘Cualquier hombre de entre los israelitas, o de los extranjeros que residen en Israel, que entregue a alguno de sus hijos a Moloc, será muerto inexorablemente; el pueblo de la tierra lo matará a pedradas’” (Levítico 20,2-3).

El profeta Jeremías lo cita como un lugar terrible: “He aquí que vienen días en que este lugar no será ya llamado el Tófet ni valle de BenHinnom, sino valle de la Matanza” (19,6).
 
Según cuenta San Jerónimo (347-420 d.C.), el Tófet se hallaba en la confluencia de los valles Hinnom y Cedrón.
El significado de la palabra Tófet es incierto, pero se ha relacionado habitualmente con una raíz aramea “tft”, que significa quemar.
¿Quién era realmente Moloc? Fue un dios de origen cananeo adorado por fenicios, car-tagineses y sirios. Los sacrificios preferidos por Moloc eran los niños, especialmente los bebés. En los templos en los que se rendía culto a Moloc se hallaba una enorme estatua de bronce del dios. La estatua estaba hueca, y la figura de Moloc tenía la boca abierta y los brazos extendidos, con las manos juntas y las palmas hacia arriba, dispuesto a recibir el holocausto. Dentro de la estatua se encendía un fuego que se alimentaba continuamente durante el holocausto. En ocasiones los brazos estaban articulados, de manera que los niños que servían de sacrificio se depositaban en las manos de la estatua, y por medio de unas cadenas se levantaban hasta la boca, introduciendo a la víctima dentro del vientre incandescente del dios.

Estas fueron las costumbres que en la Biblia son condenadas.